Alguna vez intenté escribir una novela que se
llamaba Los múltiplos de cero.
Pasó, claro está, lo que tenía que pasar.
Cada capítulo me devolvía a un punto de inicio y la
sensación de desesperación comenzó a crecer, a medida que –supuestamente-, avanzaba
en el proceso de escritura.
Así, ocurrió que si bien la sensación me devolvía a
un punto de inicio –a un cero, digamos-, esa situación inicial comenzó a
contener cada vez mayor desesperación, e intranquilidad.
Y claro, comenzaron entonces a reunirse más y más
capítulos.
Más de cien capítulos en pequeñas pilas sobre el
suelo de un departamento que arrendaba en aquel entonces.
Ahora que lo pienso… tengo que admitir que la
imagen debe haber sido extraña.
De vez en cuando me visitaba algún amigo y veía las
pilas de hojas en el suelo y, ya que conocían algo de mi proyecto, solía
producirse el mismo diálogo.
-¿Los múltiplos de cero? –decían.
-Los múltiplos de cero –señalaba yo.
Luego bebíamos algo, conversábamos, ellos se iban…
y yo volvía a la escritura.
Y es que intentaba escribir en serio, en ese entonces.
Metódicamente, me refiero.
Y claro… internamente me resultaba algo triste y
paradójico que todo mi esfuerzo, tiempo y trabajo, fuese también de cierta
forma, multiplicado por cero, hacia el final de cada capítulo.
Esa era la sensación, al menos, que se repetía cada
día.
Meses trabajando en Los múltiplos de cero.
Ahora hasta parece un chiste.
La vida entera y al final viene la muerte como un
cero y te multiplica mientras ríe.
Esa era en parte la sensación, aunque la muerte era,
claro está, algo distinto que la muerte.
Los múltiplos de cero…
Tal vez debí insistir.
Juntar y juntar desesperación hasta que el último
cero reventase, desde dentro, como un huevo.
Los múltiplos de cero…
Ahora hasta parece un chiste.
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