Una de las angustias innecesarias me inunda siempre
al pensar en el tiempo. Aunque claro, no en el tiempo, precisamente, sino en la
imposibilidad que tenemos para captar la totalidad del tiempo. Es decir, la
idea de infinito. La sensación es ridícula porque se manifiesta como una
angustia en el pecho. Igual que esa que sientes cuando te abandona la chica que
quieres o sueñas que se muere un hijo. Una puñalada casi, un vértigo amargo en
el que caigo siempre por descuido, porque se me ha olvidado lo que producen en
mí esos pensamientos y me aventuro a pensarlos desde la ingenuidad de ese
olvido. Y claro, no dejo de caer en esa angustia y hasta siento esa pérdida de
sentido de mucho de aquello que nos rodea. Como si nos pasásemos toda la vida
intentando caminar por la cuerda floja y de pronto descubriéramos que ninguno
de sus extremos se encuentra atado a ningún sitio. Aunque claro, solo
sabiéndolo como ejercicio del pensamiento porque ni siquiera podemos ver
aquellos extremos. Así, la angustia y el absurdo me hacen percibir mi propia
existencia de una forma extraña, más simple si se quiere. Entonces, me siento
algo así como una planta, o como una piedra, o como cualquier otro ser o cosa
que consideramos incapaz de entender enteramente lo que nosotros consideramos
el mundo. De esta forma, pienso entonces, deben también existir un montón de
cosas que van más allá de nosotros, igual como algunas ideas van más allá de
las plantas y ciertas sensaciones más allá de las piedras. Por lo mismo,
concluyo –y eso a veces disminuye la angustia-, no vale la pena preocuparse por
ello. Ni mucho menos angustiarse. Eso al menos le diría la planta, o a la piedra,
si sintieran que mi mundo les es inaccesible. Disfruten el calor, el agua…
aunque sea absurdo. Disfruten la paz que brinda el poder desechar el
conocimiento porque no resuelve ninguna gran pregunta. Eso les diría aunque sé
que no soy el mejor ejemplo y aunque esa paz, por lo general, me resulta
inaccesible. Otra angustia innecesaria.
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