jueves, 17 de julio de 2014

1314 (1615)


Tengo la extraña sensación de que ya escribí este texto. Al menos mil trescientas catorce veces. Exactamente igual, cada palabra, solo cambio el número de la frase anterior. Por cierto, tengo la sensación de haber escrito el número con palabras para recordar, justamente, cuántas veces ya lo había hecho. Un texto terrible, claro está. Cada vez un poco peor porque sigue igual de vacío mil trescientas catorce veces. Quizá por eso, la sensación cambia un poco, mientras escribo, aunque aún no llego a desesperarme. Tal vez porque una pequeña parte de mí no está segura de lo que aquí ocurre. Debe ser por eso. Porque una voz pequeña sabe que eso es absurdo y me lleva a pensar que es simplemente un invento para el texto de hoy y cumplir así una promesa que se ha ido desgastando también, con el tiempo. Una erosión pequeñita en algún lado, tal vez. Una pista para salir de esto. Un cuento, por ejemplo, que me viene a la memoria. Un niño al que no dejan aburrirse. Un príncipe digamos, para darle el poder necesario de exigir aquello. Día a día lleno de juegos, sorpresas y actividades que imposibilitan el aburrimiento. Pero claro, toda una vida llena de actividades es algo que debe agotar, de cierta forma. El corazón latiendo a mil todo el tiempo, me refiero. Y el niño que sigue entonces sin descubrir el verdadero ritmo de su corazón sin prisas. De su otra vida plena. Hay un tipo de joystick que hace lo mismo, ahora que recuerdo. Uno que mide tu pulso cardiaco y “avisa” a la consola para que incremente la intensidad del juego en cuanto bajan las pulsaciones de quien juega. Es lo mismo ahora que lo pienso. Quizá ahí está la clave. De hecho, tengo la sensación de no haber pensado esto anteriormente. Y sí, tal vez pueda salir del bucle, si es que era cierto. Abrir la llave del agua, mojarme la cara. Llorar un poquito, tal vez. Sacar unas cuantas frases de en medo de este texto, para construir una salida. Sí, eso es lo que hago. Sin desesperarme. Terminarlo y ya está.

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