Tengo la extraña sensación de que ya escribí este
texto. Al menos mil trescientas catorce veces. Exactamente igual, cada palabra,
solo cambio el número de la frase anterior. Por cierto, tengo la sensación de haber
escrito el número con palabras para recordar, justamente, cuántas veces ya lo
había hecho. Un texto terrible, claro está. Cada vez un poco peor porque sigue
igual de vacío mil trescientas catorce veces. Quizá por eso, la sensación cambia
un poco, mientras escribo, aunque aún no llego a desesperarme. Tal vez porque
una pequeña parte de mí no está segura de lo que aquí ocurre. Debe ser por eso.
Porque una voz pequeña sabe que eso es absurdo y me lleva a pensar que es
simplemente un invento para el texto de hoy y cumplir así una promesa que se ha ido desgastando también, con el tiempo. Una erosión
pequeñita en algún lado, tal vez. Una pista para salir de esto. Un cuento, por
ejemplo, que me viene a la memoria. Un niño al que no dejan aburrirse. Un
príncipe digamos, para darle el poder necesario de exigir aquello. Día a día
lleno de juegos, sorpresas y actividades que imposibilitan el aburrimiento. Pero
claro, toda una vida llena de actividades es algo que debe agotar, de cierta
forma. El corazón latiendo a mil todo el tiempo, me refiero. Y el niño que sigue
entonces sin descubrir el verdadero ritmo de su corazón sin prisas. De su otra
vida plena. Hay un tipo de joystick que hace lo mismo, ahora que recuerdo. Uno
que mide tu pulso cardiaco y “avisa” a la consola para que incremente la intensidad
del juego en cuanto bajan las pulsaciones de quien juega. Es lo mismo ahora que
lo pienso. Quizá ahí está la clave. De hecho, tengo la sensación de no haber
pensado esto anteriormente. Y sí, tal vez pueda salir del bucle, si es que era
cierto. Abrir la llave del agua, mojarme la cara. Llorar un poquito, tal vez.
Sacar unas cuantas frases de en medo de este texto, para construir una salida.
Sí, eso es lo que hago. Sin desesperarme. Terminarlo y ya está.
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