Lo escuché al pasar.
O lo inventé.
Finalmente lo organicé, igual que un juego.
Seguí aquellas instrucciones.
Regué por meses seis macetas.
Cuatro de ellas tenían semillas.
Cuando descubrí cuáles eran, seguí regando con más ahínco las macetas vacías.
Me acercaba a oler la tierra mojada.
El agua pasaba por ella y salía pura, del recipiente.
Puro como un texto sin propósito,
me dije.
O quizá lo escuché.
O quizá fue al revés…
Cómo sea… el caso es que seguí regando la tierra de aquellas macetas.
Un día incluso observé que comenzaba a brotar musgo.
Lo arranqué.
Con cuidado, lo arranqué.
Mientras, igual como si quitase malezas, me acerqué a arrancar el
propósito, de mis propios textos.
Me esforcé, incluso, por arrancar de mí mismo, cualquier propósito.
Debo alcanzar esa pureza, me
dije.
O quizá algún otro se lo dijo.
O me lo dijo a mí algún otro.
No recuerdo bien…
Y es que también arranqué los nombres, que crecían como musgo.
Los quité igual como arrancamos las etiquetas, de las botellas de cerveza.
Entonces, debí volver a plantear alguna historia:
Un día amé a alguien cuyo nombre
no recuerdo, me dije.
Luego escribí aquello en un papel que enterré en una de las macetas,
que no tenía semillas.
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