Cada cierto tiempo sueño con tigres.
Los encuentro de frente y suelo observarlos a los
ojos.
Así, reprimiendo el miedo, intento en primer
término no darles la espalda.
No sé si será una buena o mala estrategia, pero es
lo que hago, cuando los encuentro.
En el último sueño de este tipo, sin embargo,
reaccioné de forma distinta.
No es que no sintiera miedo, pero de pronto
experimenté una especie de abandono.
Me refiero a que dejé de lado mi situación y
observé de otra forma los ojos de los tigres.
Y claro, ocurrió que de pronto comprendí que ellos
sentían miedo.
Un miedo de otra especie, claro… un miedo más
complejo que el simple temor de ser comido.
Así, intentando nombrar ese miedo, llegué a pasar
incluso por la palabra triste…
Y decidí así que era incluso más cercana.
Tristes
tigres, me dije.
Entonces, como si hubiese pronunciado una palabra clave…
se abrió una extraña puerta en mis sensaciones.
Incluso, ante la dispersión que había tras esa
puerta, nuevamente la frase acudió a mí, como una contraseña:
Tristes
tigres, repetía.
Así, cada vez que la decía, era como si se abriese
otra puerta tras la puerta ya abierta, y nuevamente el cúmulo de nuevas
sensaciones se abría ante mí –y desde mí-, para ofrecer otros matices que no
logro describir.
No sé si sirva para hacerse una idea, pero era como
tener un caleidoscopio en el corazón…
una serie de nuevas sensaciones que pertenecían de los tigres, por cierto, pero
que también, de cierta forma, compartía.
Nuevas sensaciones que estaban formadas por curvas,
colores, y una tristeza nueva y vertiginosa.
Una tristeza animal, recuerdo que pensé en el
sueño.
Una profundidad animal de la tristeza que subyace
también en cada uno de nosotros…
Tristes
tigres, dije entonces por última vez, frenando la caída.
Tristes
tigres.
Tres tristes
tigres.
Quizás el trabalenguas sea en realidad un mantra...
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