Nombres.

Se ríen las cosas, y los seres, por el nombre que el hombre les ha dado.

Así, conversa el viento, las piedras y las flores, y cada uno enseña su nombre, como quien muestra un regalo que no era de su talla.

-A mí me pusieron Viento –dice el viento.

-A mí, Amapola –dice la amapola.

-Y a mí Granito –dice el granito.

Entonces, como en un juego, se van prestando los nombres, entre ellos, viendo a cuál le queda mejor o más chistoso.

-¿Me pueden decir Granizo? –dice la bruma.

-¿Qué tal me queda Margarita? –dice un clavel.

-Yo prefiero que me digan Zinc –dice el oro.

Podrían enojarse, es cierto, pero ríen, porque saben que el hombre es torpe y busca comprender y poseer y hasta nombrar aquello que cree amar, para diferenciarlo de aquello que no ama.

-Si los hombres supieran… -dice un pensamiento.

-No es culpa de ellos… -dice el mármol.

-¡Y están tan cerca…! –dice un arroyo.

Entonces, justo en medio de la conversación, un trozo de carbón se percata de mi presencia.

-Hay alguien que está escuchando –dice la margarita.

-Si quieren me encargo… -dice el rayo.

-Mejor preguntémoslo cómo lo nombraron a él –dice el citrino.

Y claro, yo me veo obligado a confesar que además del nombre que me pusieron, yo mismo me inventé uno propio.

-Vian –les digo-. Yo me nombré Vian.

Ellos se miran por un instante y por último comentan.

-No es mal procedimiento… -dice el citrino.

-Pero igual anda lejos –dice el cactus.

-¡Tan lejos y tan cerca…! –dice un charco.

Luego ríen un poco más y por último me dejan ir, de puro simpáticos.

(Ellos siguen con sus cosas)

Yo agradezco.