lunes, 14 de octubre de 2013

Corazones de pollo.

“El Universo no era una gran cabeza que decía que no.
Era yo quien movía la cabeza, mirando al universo”.
Otto Wingarden.



Todo ocurrió en una clase de ciencias, antes de realizar un experimento.

Yo debo haber tenido entonces unos quince años y me habían pedido –a mis compañeros y a mí-, llevar corazones de pollo.

Fue entonces que, como el profesor no llegaba, comenzamos a inquietarnos y no encontramos nada mejor que armar una guerra arrojándonos de un lado a otro los corazones de pollo.

Recuerdo haber visto los corazones volar y estrellarse contra los rostros de mis compañeros o quedarse pegados en las murallas, desde donde caían poco a poco, manchando las paredes.

Fue así que, minutos después, tras una ardua batalla y varios lesionados, el inspector irrumpió en la sala atraído por los gritos y golpes que se escuchaban desde el exterior.

Entonces, nos hizo salir del lugar y, tras una serie de reprimendas, exigió que al menos uno de nosotros se hiciera responsable de limpiar la sala.

Y claro… no recuerdo muy bien cómo ocurrió pero la siguiente imagen que viene  a mi memoria es la de estar limpiando la sala y recogiendo los restos esparcidos por la sala.

Fue así que, en un momento dado, mientras me subía a una mesa para sacar desde un vidrio un corazón que se había quedado pegado… fue en ese momento que comprendí –o creí comprender, al menos-, que aquello era parte de algo, que nos iba a ocurrir a todos.

Junté entonces los restos de corazones que quedaban y los metí en una gran bolsa blanca que encontré en el lugar, y me quedé dentro de la sala, también en blanco.

-Son corazones. Estuvieron vivos –recuerdo que pensé-. Yo también tengo uno.

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