“El Universo no era una gran cabeza que
decía que no.
Era yo quien movía la cabeza, mirando al
universo”.
Otto Wingarden.
Todo ocurrió en una clase de ciencias, antes de
realizar un experimento.
Yo debo haber tenido entonces unos quince años y me
habían pedido –a mis compañeros y a mí-, llevar corazones de pollo.
Fue entonces que, como el profesor no llegaba,
comenzamos a inquietarnos y no encontramos nada mejor que armar una guerra arrojándonos de un lado a otro los
corazones de pollo.
Recuerdo haber visto los corazones volar y
estrellarse contra los rostros de mis compañeros o quedarse pegados en las
murallas, desde donde caían poco a poco, manchando las paredes.
Fue así que, minutos después, tras una ardua
batalla y varios lesionados, el inspector irrumpió en la sala atraído por los
gritos y golpes que se escuchaban desde el exterior.
Entonces, nos hizo salir del lugar y, tras una
serie de reprimendas, exigió que al menos uno de nosotros se hiciera responsable
de limpiar la sala.
Y claro… no recuerdo muy bien cómo ocurrió pero la
siguiente imagen que viene a mi memoria
es la de estar limpiando la sala y recogiendo los restos esparcidos por la sala.
Fue así que, en un momento dado, mientras me subía
a una mesa para sacar desde un vidrio un corazón que se había quedado pegado…
fue en ese momento que comprendí –o creí comprender, al menos-, que aquello era
parte de algo, que nos iba a ocurrir a todos.
Junté entonces los restos de corazones que quedaban
y los metí en una gran bolsa blanca que encontré en el lugar, y me quedé dentro
de la sala, también en blanco.
-Son corazones. Estuvieron vivos –recuerdo que
pensé-. Yo también tengo uno.
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