Es cierto, hay cosas que no se encuentran en los
libros. Sin embargo, hay cosas que tampoco se encuentran en sitio alguno. De
ahí que algunos se engañen y comiencen a buscar esas cosas en los otros. Y
depositan su fe en los otros. Y luego culpan a los otros por perder la fe.
Esa es la principal diferencia entre los libros y los otros.
Me refiero a que no acostumbramos culpar a los
libros. Y claro, no lo hacemos principalmente porque la fe no se separa de
nosotros mientras estamos con los libros. Esto, ya que estamos acostumbrados a verlos como objetos. Y
desconfiamos de los objetos. Y nos sentimos solos entre los objetos. Y estamos
obligados a cargar, por ende, nuestra propia fe.
Con todo, la fe no es tan pesada como parece. De
hecho, su peso no puede diferenciarse de nuestro peso propio. Por lo mismo, no
podemos separarla de nosotros, como hacemos con un libro, o como ya está dado
de antemano, con los otros.
Por esto, es un error cuando decimos que perdimos
nuestra fe, puesta que nuestra fe –justamente por ser nuestra-, no puede
perderse, si no nos perdemos nosotros mismos.
En este sentido, sería válido que pensar que cuando
decimos que perdimos nuestra fe, lo que verdaderamente extraviamos, es nuestro
ser completo. O el yo indivisible,
como diría Wingarden.
Así, retomando lo anterior, podríamos concluir que
ante esa pérdida, lo único que puede servirnos como referencia –al menos si escogemos
entre los libros y los otros-, son los libros. Esto, ya que los otros, al ser
otros propensos al extravío no pueden entregar punto de referencia alguno, para
recuperar lo extraviado.
Los libros, de esta forma, si bien no ofrecen en sí mismos, lo extraviado, permitirían
guiar la recuperación de lo perdido, como referencias a nuestra fe.
Eso también es cierto.
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