Hubo un tiempo en que me gustaron los caballos de Marc.
Sus zorros escondidos.
Y hasta sus leones claros.
Sin embargo,
llegaron otros días
en que todo pareció volverse mancha
y entonces hasta el menos abstracto de sus dibujos
no me valía más
que una color arrojado al azar
sobre un lienzo opaco.
Eso no es un caballo,
me decía.
Recuerdo que así
ni siquiera me dolió extraviar
un extraño libro de acuarelas,
donde aparecían algunas imágenes
del periodo en que Marc
estuvo más cerca de Kandinski
y de Delaunay…
Y es que sucedió en aquel entonces
que yo apenas soportaba mirar
una muralla en blanco,
pues todo lo demás
-absolutamente todo-,
comenzó a parecerme parte de una mancha
que ensuciaba el mundo.
¡Y eran tan pocas las murallas blancas…!
Por eso,
pienso ahora,
intenté convertirme yo mismo
en algo similar
a una muralla en blanco…
Es la única manera de no ensuciar el mundo,
pensaba,
y me parecía sensato.
Con todo,
debo reconocer que las manchas
no tardaron en venir,
e incluso,
comencé entonces a ver caballos en las manchas,
y zorros escondidos
y hasta algunos leones amarillos,
que me parecieron simpáticos.
Es decir,
no supe ser una muralla en blanco
y descubrí en cambio que el mundo
está hecho justamente
para ser manchado,
y que cada mancha esconde dentro
un pequeño animalito,
que guarda también, a su vez,
un trozo de nosotros hecho mancha
dentro suyo.
Quizá es por eso,
que cuando vuelvo a acercarme a Marc
y leo sobre la forma en que murió,
una extraña mancha cae
sobre aquella información
y todos aquellos datos
se vuelven incomprensibles.
Por último, observo,
mientras algo parece nacer en esa mancha,
un color pequeñito también se incorpora,
al mismo tiempo,
en uno mismo.
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