sábado, 24 de marzo de 2012

He encontrado el botón eyector.


He encontrado el botón eyector.

Igualito que en los aviones, cuando vas de caída y el descalabro es seguro.

La primera vez pensé que fue casualidad, pero ya he comprobado que la cuestión responde a un sistema que viene incorporado en cada uno de nosotros.

No sé quién lo diseño y lo puso ahí, pero confío en que si es parte de cada uno, no tiene por qué resultar dañino, o parecer inapropiado.

Por otro lado, los golpes resultantes del “aterrizaje”, no son en modo alguno peligrosos, y salvo algunas pequeñas magulladuras no dejan marcas físicas de importancia.

Hoy mismo, por ejemplo, lo probé tres veces.

La primera fue tras terminar de ver una película, en un cine, donde una chica no paraba de preguntarme qué me había parecido el maquillaje de no recuerdo qué actriz.

-Mmm… -le dije-. Déjame pensar.

Y accioné entonces, sin más, el botón eyector.

Así, comenzó esa sensación de vértigo y de ser lanzado hacia lo alto a tan alta velocidad, que existe incluso un pequeño instante en que logras salirte de ti mismo, y ver el ascenso a unos pocos metros de ti, justo antes de comenzar nuevamente el descenso.

Por cierto, esa vez descendí en una pequeña calle, a pocas cuadras del cine. Sano y salvo.

-¿Usted también lo encontró? –escuché entonces que me decían.

Miré hacia un lado, pero no vi a nadie. Ajena a esa ausencia, sin embargo, la voz continuó.

-Me refiero al botón eyector –dijo-. Yo lo encontré hace 20 años, más o menos… Y debo admitir que me obsesioné con aquel asunto.

-Pero ¿quién está hablando? –interrumpí, buscando en todas direcciones.

-Cuando pienso en ese entonces –siguió la voz, imperturbable-, no logro entender qué me hacía apretarlo una y otra vez… Era cómo un vicio supongo, pero un vicio que nacía de una huella anterior, una especie de necesidad instalada antes incluso de que llegáramos al mundo.

-Pero usted…

-Fue entonces que comencé a perder cosas –siguió la voz-. Cosas externas primero, como las monedas de los bolsillos, o la billetera… pero luego comencé a perder también cosas propias: una mano, la oreja izquierda, la mandíbula inferior… y bueno, ya ve usted que perdí casi todo.

-Pero yo no veo nada –le dije-. Solo lo escucho…

-A eso me refiero… Fui perdiendo todo hasta que me quedé así. Pero caro, supongo que no será hasta el próximo viaje que perderé la voz.

-¿Y va a seguir apretando el botón?

-Creo que no podré evitarlo –señaló la voz, derrotada-. Por otro lado, ya has perdido todo si pierdes el corazón. La voz es lo de menos sin aquello.

Yo guardé silencio.

-Un tipo me lo advirtió –continuó-. Igual que yo te lo advierto ahora. Fue cuando recién había comenzado a perder cosas, sin que me pareciera aquello algo importante. Y claro, fue entonces que ese hombre me dijo: “No has perdido nada si no pierdes el corazón”.

-¿Y cómo se pierde el corazón? –le pregunté a la voz.

Pero nadie me respondió.

En cambio, escuché un leve sonido, lo que me hizo pensar que había vuelto a apretar el botón eyector, y había salido disparada hacia otro lugar.

Por último, sintiéndome un poco incómodo en aquel lugar, apreté también mi propio botón y me alejé de aquel sitio, inmediatamente.

-Y si la voz te dijo eso –me dice horas más tarde, un amigo-, ¿por qué decías que no era dañino usar aquel botón?

Yo lo pensé un poco.

-Porque creo que el problema no es ese –le respondí finalmente-. Es decir, si ese botón está en nosotros no debiese hacernos daño.

-¿Solo por eso? –insistió.

-Sí, solo por eso –mentí.

Por último, apreté el botón por tercera vez y me vine hasta acá, para escribir el texto.

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