“Mi salvación está en el secreto.
Y todo lo que yo hablo es para decir nada.”
Clarice Lispector.
I.
Soy un maestro en no decir. No niego que hablo y cuento cosas y hasta a veces invento, pero de decir, no acostumbro decir nada. O muy poco.
Por eso, la gente que realmente me comprende sabe que mis intenciones son otras. Dar indicios, o pistas, rodeando una y otra vez aquello que de ser dicho me dejaría sin opción alguna de ser yo, y de ser salvado.
Sin embargo, no siento que sea malo no decir. Y es que no decir es algo muy distinto al hablar por hablar y distinto también al repetir todas esas frases hechas con que a veces se nos va vaciando la vida.
A veces, incluso, pienso que Dios no se dice por eso. No se dice a sí mismo, me refiero.
Es decir: no se dice, para no vaciarnos la vida.
II.
Una vez me hice amigo de una señora muda. Yo iba de vez en cuando al lugar donde vivía porque intercambiábamos libros, y porque de una forma que nunca fue concreta sentía que me invitaba nuevamente, y hasta le alegraba mi presencia.
A veces me indicaba frases con sus dedos, de los libros que intercambiábamos, y supongo que yo vivía aquello como una forma de comunicación.
Con el tiempo, resultó que la señora comenzó a hacerme unos regalos. De hecho, comenzó a tejerme unos regalos.
Guantes, un chaleco, un gorro… pero todo con extrañas características.
Y claro… nunca he sido de aceptar regalos, pero no podía negarme… y era así como terminaba poniéndome a la fuerza esos guantes con cuatro dedos, o el chaleco que tenía tres mangas, o el gorro que parecía haber sido tejido para el hombre elefante.
Con todo, siempre agradecí sus regalos y nunca cuestioné nada.
Las preguntas vinieron después, claro, pero no fueron dichas. Y es que un día comencé a fijarme que la mujer tejía prendas absolutamente normales cuando se trataba de regalarle a otras personas:
Chalecos perfectos, bufandas normales, guantes proporcionados y con cinco dedos… es decir, todo armoniosamente construido.
Fue así que comencé a cuestionarme otras cosas. No que me diera aquellas prendas que le quedaban mal, como me indujo a creer un amigo… si no a pensar que me veía de una forma diferente… casi como un ser de otra especie.
No le dije nada, por supuesto. Y me guardé mis cuestionamientos.
Ella, claro está, tampoco dijo nada… aunque al menos ella no podía.
Luego dejamos de vernos, sin tampoco decir nada.
III.
A veces cuando uno no dice los otros se cansan. Y los entiendo.
Algunos necesitan que uno diga claramente lo que siente, o lo que ve en los otros, por ejemplo, y no hacerlo supongo que debe ser un poco incómodo.
A mí también me pasa, de hecho, y mi inseguridad en algunos aspectos hace que ello desemboque en relaciones extrañas, sobre todo cuando se entrelazan sentimientos.
Así y todo, sin embargo, mis sentimientos suelen hablarme claramente, pero en un lenguaje demasiado propio y casi siempre cuando ya es tarde.
Al respecto, creo que fue también Lispector la que dijo que solo sabía vivir las cosas cuando ya las vivió. Es decir, quizá debiésemos ambos concluir que en el fondo no sabemos vivir, y solo sabemos acordarnos.
Me hubiese gustado poder abrazar a Clarice, y no decirle nada.
IV.
Hoy fue un día de arranques. Y de silencio.
Miré, escuché y me escondí.
En eso estaba cuando de pronto un hombre se tropezó y cayó a mi lado.
-No me dolió –me dijo mientras se ponía de pie-.
Yo lo miré pensando que bromeaba, pero lo decía serio.
-Me tropecé y caí fuera del mundo, eso es todo –me dijo-. Por eso no dolió.
Luego se fue.
Entonces me quedé pensando que si cayó fuera, quizá yo también estaba fuera, sin saberlo.
Caer fuera del mundo duele de otra forma, pensé luego…
Todo lo demás que pensé –o que sentí-, permítanme esta vez, no decirlo.
Soy un maestro en no decir. No niego que hablo y cuento cosas y hasta a veces invento, pero de decir, no acostumbro decir nada. O muy poco.
Por eso, la gente que realmente me comprende sabe que mis intenciones son otras. Dar indicios, o pistas, rodeando una y otra vez aquello que de ser dicho me dejaría sin opción alguna de ser yo, y de ser salvado.
Sin embargo, no siento que sea malo no decir. Y es que no decir es algo muy distinto al hablar por hablar y distinto también al repetir todas esas frases hechas con que a veces se nos va vaciando la vida.
A veces, incluso, pienso que Dios no se dice por eso. No se dice a sí mismo, me refiero.
Es decir: no se dice, para no vaciarnos la vida.
II.
Una vez me hice amigo de una señora muda. Yo iba de vez en cuando al lugar donde vivía porque intercambiábamos libros, y porque de una forma que nunca fue concreta sentía que me invitaba nuevamente, y hasta le alegraba mi presencia.
A veces me indicaba frases con sus dedos, de los libros que intercambiábamos, y supongo que yo vivía aquello como una forma de comunicación.
Con el tiempo, resultó que la señora comenzó a hacerme unos regalos. De hecho, comenzó a tejerme unos regalos.
Guantes, un chaleco, un gorro… pero todo con extrañas características.
Y claro… nunca he sido de aceptar regalos, pero no podía negarme… y era así como terminaba poniéndome a la fuerza esos guantes con cuatro dedos, o el chaleco que tenía tres mangas, o el gorro que parecía haber sido tejido para el hombre elefante.
Con todo, siempre agradecí sus regalos y nunca cuestioné nada.
Las preguntas vinieron después, claro, pero no fueron dichas. Y es que un día comencé a fijarme que la mujer tejía prendas absolutamente normales cuando se trataba de regalarle a otras personas:
Chalecos perfectos, bufandas normales, guantes proporcionados y con cinco dedos… es decir, todo armoniosamente construido.
Fue así que comencé a cuestionarme otras cosas. No que me diera aquellas prendas que le quedaban mal, como me indujo a creer un amigo… si no a pensar que me veía de una forma diferente… casi como un ser de otra especie.
No le dije nada, por supuesto. Y me guardé mis cuestionamientos.
Ella, claro está, tampoco dijo nada… aunque al menos ella no podía.
Luego dejamos de vernos, sin tampoco decir nada.
III.
A veces cuando uno no dice los otros se cansan. Y los entiendo.
Algunos necesitan que uno diga claramente lo que siente, o lo que ve en los otros, por ejemplo, y no hacerlo supongo que debe ser un poco incómodo.
A mí también me pasa, de hecho, y mi inseguridad en algunos aspectos hace que ello desemboque en relaciones extrañas, sobre todo cuando se entrelazan sentimientos.
Así y todo, sin embargo, mis sentimientos suelen hablarme claramente, pero en un lenguaje demasiado propio y casi siempre cuando ya es tarde.
Al respecto, creo que fue también Lispector la que dijo que solo sabía vivir las cosas cuando ya las vivió. Es decir, quizá debiésemos ambos concluir que en el fondo no sabemos vivir, y solo sabemos acordarnos.
Me hubiese gustado poder abrazar a Clarice, y no decirle nada.
IV.
Hoy fue un día de arranques. Y de silencio.
Miré, escuché y me escondí.
En eso estaba cuando de pronto un hombre se tropezó y cayó a mi lado.
-No me dolió –me dijo mientras se ponía de pie-.
Yo lo miré pensando que bromeaba, pero lo decía serio.
-Me tropecé y caí fuera del mundo, eso es todo –me dijo-. Por eso no dolió.
Luego se fue.
Entonces me quedé pensando que si cayó fuera, quizá yo también estaba fuera, sin saberlo.
Caer fuera del mundo duele de otra forma, pensé luego…
Todo lo demás que pensé –o que sentí-, permítanme esta vez, no decirlo.
“Omisión” se llama la mayor técnica literaria usada en el boom a mi juicio...
ResponderEliminarLeer omisiones y entrelíneas es como aprender lenguaje de señas... extraño al principio, pero otro idioma para sumar.
"Voy a ocultarme en el lenguaje porque tengo miedo"
"Dios no se dice, para no vaciarnos la vida", esa también es una frase que te hace caer fuera del mundo y te hace doler de otra forma...
ResponderEliminarNo dices, pero haces hoyos, como para caerse dentro...
Gracias por ejercitarnos en el "levante".
Lina.