viernes, 25 de marzo de 2011

Pero al final lo hago.

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Es cierto. Yo también preferiría no hacerlo. Pero al final lo hago. Y uno se da vueltas en la cama mientras lo decide y al final la decisión es la misma, y no nos gusta. Luego estamos en la ducha y el agua te golpea y después quizás te afeitas y oprimes un poco más el nudo para que no quede espacio entre la corbata y la camisa y ya pareces estar listo. Nadie hubiese pensado que te tomó tanto trabajo decidirte. Pero bueno… quizá así uno termina por pensar que la decisión fue propia. Que avanzas porque quieres e insistes tres veces porque la huella parece haberse borrado y estás a un minuto del ingreso y el reloj del trabajo no registra aún que has llegado, que estás ahí, que caíste en tu propia trampa; en el hoyo que cavas y que cavan y que sin embargo no es tan terrible como suena. Es decir, no necesariamente es caer ni necesariamente un hoyo o una trampa. Bien puede ser un pozo y tú bajar simplemente, que es ya un avance y una de las ventajas de elegir caer y poder hacerlo con estilo, como se anuncia por ahí, y hasta se dice con humor, que es otra de las pomadas para las caídas cotidianas que tanto abundan. Lo malo es que a veces no son tres veces sino más las que debes insistir con el dedo ahí en el lector, y la huella no es reconocida y el reloj avanza y un miedo estúpido parece invadirte. Un miedo pequeño de esos que se alejan de las grandes preguntas de la vida de las que hablaban en el programa que viste anoche en un canal del cable. Porque claro… a pesar de todo tienes cable, y mientras la biblioteca revuelta te rodea tú buscas algo también en la televisión, no ya la nacional porque ahí sí que no encontramos nada, así que buscamos en la otra, o en la red, o dónde sea. Pero no encontramos. Piensas entonces que el problema es buscar. Es decir, la técnica con que se busca. El modo. A medida que piensas esto, además, vas moviendo el dedo poco a poco porque quizá es la presión y entonces la huella no se lee, y te secas el dedo en la chaqueta y hasta la miras para ver si estás ahí y casi te asombras porque cómo es posible que sean siempre distintas, te dices, únicas. Eso pensabas también ayer mientras volvías tarde de una reunión con padres de familia que te tocó dirigir. Y hablaste de autonomía y tratase de que los padres se cuestionaran o no si sus hijos lo eran –para el informe-, aunque en realidad apuntaste a si eso era necesario. Y entonces los padres llegan a la última pregunta de taller y se quedan mirándola: ¿Están preparados sus hijos para enfrentar este cambio de nivel, para afrontar… (etc.)? Y los padres que se miran y te dicen que no, y entonces hay que buscar soluciones. Aunque claro, el problema está más atrás y es sí realmente estamos preparados para entender otras cosas ¿Están preparados para entender la vida, para saber quiénes son y todas esas frases cursis que se agolpan cuando quieres hablar de algo que te da vueltas principalmente cuando tienes que decidir si levantarte o no, si ir o no, si seguir o no… si comenzar o no? Porque claro, insistes con el dedo, pero no para seguir, sino para inventarte un nuevo comienzo –te convences-, borras el día de ayer y el de mañana no sé, tendré que decidirlo también supongo… pero está el asunto del dedo este de mierda y la huella que no marca. Y ya va un atraso de un minuto y pruebas con los otros dedos, y hasta piensas en el plan estúpido que hiciste para hacer un duplicado de tu huella con una mezcla en base a neopreno u otro pegamento similar y que ojalá marcase por ti uno de esos tipos que deciden antes que tú y llegan antes de tiempo y seguramente ahorran unas cuantas vueltas en la cama y las ocupan en algo productivo… pero no hay caso. Quizá en la calle, piensas, quizá en la calle entre todos esos encuentre a alguien que tenga mi misma huella, te dices en voz alta y una persona te pregunta si le hablaste algo y tú debes decir que no, que recordabas algo, algo que supiste sobre las huellas digitales y sobre que sí… hay duplicados, pocos, pero hay, que es lo que cuenta. Luego escuchas hablar a alguien que se ríe porque cuenta que ayer de la nada le dio por gritar en el departamento: nada terrible, dos gritos cortos… fuertes eso sí… y nada más. Y escuchas risas y saludos y la máquina de mierda no reconoce que existes tú ahí, frente a ella. Y quisiera entonces encontrar a esa persona que tiene mi misma huella y decirle que venga, que ponga su dedo ahí por mí, que ya van tres minutos… que la vida se me puede ir comprobándole que existo en aquel lugar a una maquinita absurda que me habla con una voz electrónica grabada que no tiene idea realmente de quien soy. Quizá si encuentro a ese tipo, pienso entonces, y le presto mi ropa y le digo que se deje barba… ese tipo que ha de tener mi huella, pienso… -porque uno no piensa que en realidad es uno el que tiene la huella del otro, por supuesto-, y si logro que él venga y ponga el dedo y… no, mejor más, ¿qué tal si lo encuentro y le digo que él decida por mí? Que se dé vueltas en la cama en vez de mí y así yo duermo un poco más. Solo, pero tranquilo que es lo que cuenta al fin y al cabo, como decían también en un chiste. Uno fome eso sí… aunque claro… yo al menos no recuerdo nunca haberme reído de uno, pues tengo la mala suerte de imaginarme el final antes, los posibles finales. Igual que cuando veo pasar la gente en las calles, o miras a tus alumnos, o ves incendiarse el cerro a un costado del colegio. Y apuestas que si sigues a esa persona 40 pasos, comprobarás que esa persona va a llorar… al menos si sigue al mismo ritmo… y cómo tienes miedo que pase, mejor la detienes a los veinte o a los treinta pasos y le preguntas cualquier cosa: que qué hora es, o si ella sabe dónde queda el lugar al que vas, y logras así evitar que el llanto ocurra ahí en plena calle, y le das así como un alargue, cien, mil, o diez mil pasos, quien sabe… pero le das un plazo, al menos, que es lo que cuenta. Y entonces te quedas viéndola alejarse y mientras lo haces descubres que quizá no fue un alargue sino un traspaso, algo así como un robo porque resulta que el llanto ahora te amenaza y hay que buscar un lugar donde frotarse de la misma forma como cuando ves a alguien intentando sacarse la mierda de un zapato. Y te fijas entonces, y por último, -justo cuando te habías rendido con la máquina y te dabas vuelta definitivamente-, te fijas, decía, en que hay un perro con la pata quebrada vuelta hacia atrás justo en la entrada… y comienzas entonces a caminar hacia él y él hacia ti, como si se tratase justamente de esos seres que poseen la misma huella, y él te deja hacer con su pata y uno intenta reubicar, pero está en verdad vuelta entera y no se puede –o uno no puede-, y entonces ves que te mira como diciendo no importa… y comienza a caminar con sus otras tres patas y te mira hacia atrás. Y la sensación es igual a la de la mañana dando vueltas en la cama. Y sí… yo también preferiría no hacerlo, les decía. Pero lo hago. Algo hay en uno que nos lleva a hacerlo. Y no es la necesidad económica, ni la obligación, ni eso que los irresponsables de sí mismos buscan llamar sistema… Y claro, quizá no nos gusta, de la misma forma como al perro no le gusta andar ahora con una de sus patas a cuestas, quebrada y volteada, sin más… Así que claro, vas ahora convencido y ya van diez minutos de retraso, y cierras los ojos y recuerdas quién eres, qué quieres, y colocas el dedo y entonces sí, marca de inmediato. Y hasta te sueltas un poco la corbata y piensas que sí, que hoy día sí… que esta sí es una verdadera decisión… y que quizá el retraso valió la pena. Ahora sí llegué, piensas, y avanzas, mientras subes la escalera y bajas al pozo, o a tu trampa, ¿se acuerdan? Pero bajas tú.
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3 comentarios:

  1. "Sólo creo en mí mismo/ aquí dentro está el universo resuenan épocas/ gritos por las calles en silencio./ Sólo creo en mis propios/ zapatos cafés/ subiendo la escalera de todos los días", dice Pepe Cuevas en su poema Liquidación del Yo, que lleva como epígrafe, una cita de Beckett, "Qué importa quién hable".
    Tal vez sirva, un abrazo

    Roberto

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