viernes, 17 de enero de 2025

Humedal.


Trabajó casi dos años realizando dibujos para un libro sobre las especies que habitaban un humedal.

Todos los dibujos estaban hechos a lápiz, aunque ya cerca de la fecha de entrega los retocó con acuarela.

Entregó poco más de sesenta dibujos, aunque en el libro se publicaron finalmente cuarenta y seis.

Cada uno iba acompañado de un par de textos breves.

Yo mismo, bajo distintos seudónimos, escribí la mayoría de ellos.

Nada muy especial, en todo caso.

Fue debido a esto que coincidimos para el lanzamiento no oficial del libro, que se realizó en un pequeño hotel, en Ensenada.

En total éramos como nueve o diez personas.

Yo había escrito los textos como favor a un amigo, mientras que a ella la habían contratado, supuestamente, desde una universidad.

Por eso se mostró sorprendida, y sobre todo molesta, cuando en medio de la reunión se nos dijo que la totalidad de la edición sería financiada por una compañía inmobiliaria que, justamente, había parcelado grandes zonas cercanas a este humedal.

-Probablemente quieran mostrar el libro cuando vayan a ver las casas piloto -dijo ella, con rabia-. Y luego le darán uno de regalo a cada uno de los que compren parcelas en el lugar.

Dijo estas palabras en voz alta, sin dirigirlas a nadie en particular, pero las oímos todos los que estábamos presentes.

Fue un momento incómodo, es cierto, pero duró muy poco, pues los demás fingieron no escuchar y volvieron a hablar entre ellos, como si nada.

Ella, en tanto, separada del grupo, observaba las cajas con los ejemplares de los libros, mientras su expresión pareció cambiar abruptamente: de la rabia a la más absoluta indiferencia, en pocos minutos.

-Son solo animales de humedal -le dije poco después, cuando nos entregaron una copia del libro-. Están de paso y no lo saben.

Ella me miró entonces, ya sin ninguna expresión.

Poco después, dejé el libro sobre la mesa y fui a la habitación que me habían reservado.

Era muy pequeña, pero estaba bien.

Tenía una mesita sobre la cuál había tres libros pequeños.

Uno era una pequeña antología de la Ajmátova.

Como la traducción intentaba hacer rimar los versos, resultaba forzado y difícil de seguir.

¡Pobre Ajmátova!

¡Pobres humedales!

¡Pobre todo el mundo!, grité, en mi mente.

Luego me di una ducha que duró al menos veinte minutos.

Después, abrí un agua mineral desde el frigobar.

La bebí lentamente.

Siempre hemos merecido menos, me dije, antes de dormir.

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