Lo bueno de ser un impostor, me dijo, es que serlo te obliga a tener una comprensión más acabada de la verdad. No digo más profunda, ni más completa (lo diría así justamente si no comprendiese la verdad), pero es una comprensión que sin duda ha llegado a su fin y que de cierta forma es definitiva (aunque no necesariamente completa, como señalaba antes). Digo esto, por supuesto, asumiendo que como impostor -desde su definición, incluso-, debo fingir o engañar con “apariencia de verdad”, y aspirar a esto incluye la comprensión (no solo el conocimiento) de aquello que finjo (y/o reemplazo) al momento de ser lo que soy. Esto último, por cierto, no es un juego de palabras o una frase dicha sin pensar. Es más, digo “ser lo que soy” para evitar la confesión desnuda (y afectada) que implica el decir que soy nada bajo la impostura, cuestión que parece aminorar mi condición de existencia y transmite de paso la falsa impresión de carencia, que no da cuenta cierta de mi situación. En este sentido, definirme como impostor (no adjetivarme como tal), además de facilitar la comprensión que tengo de mí mismo, termina por ofrecer un gran número de ventajas, todas ellas asociadas al vínculo que existe entre mí mismo y aquello que podríamos denominar como “verdadero” (ya no en el plano abstracto como ocurre al hablar directamente de la “verdad”). Por si fuera poco (y esto ya lo digo como una conclusión más liviana, para facilitar la salida) también te permite hablar de ti mismo como si fueses otro, atribuyendo así tus propias ideas o percepciones (o en último término “confesiones”) sin exponer aquello que no está bajo, pero sí sostiene la impostura (que soy). Disculpa si me he extendido demasiado, terminó diciendo, pero creo que era necesario aclararlo antes de seguir. Ya ves que nunca es tarde.
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