martes, 2 de julio de 2019

Un agujero negro en el fondo de una taza de café.


Preparo el café.

Me sirvo una taza.

La tomo mientras leo algo.

Poco después termino el café.

Como no lo filtro muy bien queda un fondo negro, en la taza.

Lo observo.

Por largo rato lo observo.

Entonces, sin buscarlo, lo descubro.

Un agujero negro en el fondo de mi taza de café.

Eso es lo que descubro.

Me acerco un poco para verlo de cerca.

Siento incluso cómo me atrae, hacia él.

Juego un poco con esa atracción.

Me acerco y retrocedo, para medir fuerzas.

Por un momento pienso que estoy ganando, pero de pronto comprendo que he sido ingenuo.

Y es que entonces, de improviso, el agujero negro comienza a absorberme.

Era un riesgo, digamos, y no tomé resguardos.

Mientras termina de tragarme vuelvo a estar sentado frente al café.

Justo en el momento en que el agujero devoraba mis pies.

Soy y no soy yo, pienso entonces, sentado frente a la taza.

O más bien: soy yo viendo como desaparezco en el agujero negro.

Para asegurarme de lo ocurrido, sin embargo, vuelvo acercarme al fondo de la taza.

Y el agujero negro, nuevamente, comienza a tragarme y se repite el ciclo.

Así, mientras observo a un nuevo yo desapareciendo, vuelvo a estar sentado pensando que tal vez ahora sea un yo disminuido en relación al que ha absorbido ese agujero.

Que sea eso y no lo sepa.

Para evitar que la situación se repita, entonces, decido tomarme los residuos que quedan en la taza, de una vez.

No debe ser muy sano, es cierto, pero sin duda es menos sano dejar ahí un agujero negro.

Así, tras tomar los residuos, siento de improviso un golpe fuerte, desde dentro, a la altura del pecho.

Si hice bien o hice mal, supongo que lo sabre otro día, o en otro momento.

Preparo el café.

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