sábado, 20 de julio de 2019

Quemar la ampolleta.


Apretó el interruptor tantas veces que acabó por quemar la ampolleta. Lo hacía como un juego, cuando estaba nervioso. Acostumbraba pararse bajo el umbral de una puerta y accionar el interruptor, si es que había uno cerca. Por lo general lo hacía de noche, para que el efecto de encender y apagar la luz se notara y apretar el interruptor tuviese un efecto visible y ayudase de paso a hacerlo olvidar -o dejar en segundo plano, al menos-, aquello que, anteriormente, lo había puesto nervioso.

Nunca quiso revelar qué era aquello que lo angustiaba, pero nos explicaba que el momento en que se quemaba la ampolleta, solía coincidir con el momento exacto en que los nervios desaparecían y él podía volver a quedar en paz, o al menos en blanco, bloqueando de forma inmediata, todo aquello que lo inquietaba.

Ocurría en ocasiones, sin embargo, que por más que apretara el interruptor, no conseguía quemar la ampolleta, por lo que la sensación molesta permanecía, aunque al menos solía trasladar la preocupación o desesperación inicial (de la que prefiere no hablar) al nerviosismo provocado por la situación fallida entre el interruptor y la ampolleta, que suele tener una trascendencia menor, pudiendo considerarse en este sentido una “transacción provechosa”, según sus propias palabras.

Lo peor -nos dice, casi como una conclusión-, ocurre cuando en un momento cualquiera, en que no te aquejan grandes preocupaciones, intentas apretar el interruptor en una única ocasión, buscando provocar simplemente su efecto tradicional, y la ampolleta se quema sorpresivamente.

Es lo peor -nos explica-, ya que al menos en su caso, esto suele hacer reaparecer alguna preocupación pasada, que ha sido aparentemente eliminada (o pospuesta más bien), en otra ocasión, arruinándonos ese momento cualquiera señalado anteriormente, en que no te aquejaban grandes preocupaciones.

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