“No. Hay tumbas verdaderas y tumbas que no
lo son,
así como para morir hay el buen momento
y el mal momento”
R. B.
La mujer de Robinson se complicó porque no le
gustaba botar comida.
Robinson era un pescador de Chiloé, de la zona de
Quellón.
Robinson Medina, creo que se llamaba.
La historia me la cuenta la dueña del único almacén
donde encuentro duraznos.
Uno estaba medio machucado, pero no importó mucho.
Además la señora me contó la historia y eso
compensa.
La historia, por cierto, es sencilla, pero no sé
cómo contarla.
Quizá deba partir diciendo que no tuvieron hijos y
que a Robinson le gustaba un plato con mariscos, cilantro y papas, que se debía
hervir tres veces.
Es un plato complicado porque hay que cambiar las
verduras y sazonar distinto entre los distintos hervores, me explicó la mujer
del almacén.
Cómo sea, el punto es que la esposa de Robinson le
había preparado este plato sin que él se lo pidiera, solo para demostrarle que estaban
felices y que eran buena familia, aunque no tuvieran hijos.
Así, la esposa de Robinson lo saludó al llegar del
trabajo y lo dejó sentado mientras le echaba más leña a la cocina para el último
hervor.
Veinte minutos después estando listo el plato, ella
se lo llevó a su marido y le avisó que se sentara a comer.
Pero el marido no iba.
La esposa de Robinson se extrañó porque el olor era
bueno y estaba por toda la casa, pero el marido no dejaba de mirar por la
ventana.
Y afuera había mar no más, me explica la mujer que
me cuenta la historia.
Fue entonces que la mujer de Robinson dejó el plato
sobre la mesa y se acercó donde él estaba.
Y claro, descubrió que Robinson estaba muerto.
Sentado, tranquilito, pero muerto, mirando por la
ventana.
Fue entonces que la mujer de Robinson, muy
tranquila, avisó a los vecinos.
Ella decía
que él estaba muerto, pero en verdad no se daba cuenta, me dice la mujer
del almacén.
Todos creían que era broma, pero al final lo
comprobaron.
Le hicieron
un funeral bonito al Robinson, comenta la mujer del almacén.
Lamentablemente, la esposa del muerto no reaccionó
de buena forma.
Cuando la acompañaron a casa, días después, por
ejemplo, descubrieron que el plato estaba lleno de moscas, servido aún, sobre
la mesa.
Fue entonces que la esposa de Robinson se excusó
diciendo que no le gustaba botar la comida.
Cuando la quisimos botar se puso como loca, dice la
mujer del almacén, mostrándome la cicatriz de un rasguño que ella la dio.
Por eso se la
llevaron pal sanatorio de Santiago, concluye.
Luego se queda en silencio.
Los duraznos valían $350 cada uno, pero me dejó 3
por $1000.
Al final el machucado fue el que tenía el sabor más
dulce.
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