Él alega que ella exagera, que no es para tanto,
que es solo una abolladura en el parachoques, nada más.
Ella, en tanto, se enoja porque el auto tiene
apenas unos meses, porque se veo feo, porque es peligroso, porque él no le da
importancia.
Él señala entonces que está el seguro, que no fue
culpa suya y agrega además que para eso está el parachoques: que está hecho
para eso.
Ella entra a la casa y se sirve un vaso con agua,
pero finalmente no se lo toma. Lo mira a él, pero no habla.
Él se para junto a ella, en la cocina.
Por un momento se escucha el sonido de los segundos,
desde el reloj de pared.
Que sea un parachoques no tiene nada que ver con
que esté deteriorado, dice entonces ella. Juegas con las palabras porque sabes
que soy torpe, porque me quieres dejar de tonta.
No es por eso, dice él, con tono amable. De hecho
lo digo en serio, agrega. Un parachoques es para chocar, no tiene nada de malo
que esté abollado. Cumplió su función nada más.
¿Entonces los tapabarros deben estar llenos de
barro?, dice ella, molesta. ¿Quieres que vaya y los llene de barro para que
cumplan su función?
¿Y por qué no cumples tú tu función?, dice él,
repentinamente molesto.
¿Y cuál es mi función?, pregunta ella.
Tú debieses saberlo, dice él. Supongo que es
cuestión de cada uno conocer su función.
¿Y cuál es la tuya…? Dice ella. ¿Acaso la conoces?
Ambos se quedan en silencio, quizá buscando qué
decir.
Vuelve a escucharse, entre ellos, el ruido de los
segundos del reloj.
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