Conozco en un camping a una
canadiense que tiene un cuaderno de dibujos. Todos a carboncillo, me parece. Nada
muy singular hasta que me fijo en que todos parecen hacer referencia a un mismo
hecho histórico: el paseo de Canossa.
En dicho “paseo”, el emperador
del sacro imperio romano germánico, Enrique IV, viaja hasta donde el Papa para
que este lo reintegre a la religión católica luego haberlo excomulgado. Así, se
supone que el emperador pasó tres días descalzo, sobre la nieve y cubierto solo
de una manta para lograr conmover al papa y ser absuelto.
Así, más allá de la cuestionable
certeza del hecho, y dejando de lado las importantes razones políticas que lo
motivaron, observo conmovido en aquel cuaderno al menos cuarenta bosquejos de
un hombre frente a una fortaleza, esperando. Con los ojos fijos en algo que está
más allá de lo ue aparece en ese cuadro. Algo que no se ve.
No habla mucho español, la
dibujante canadiense, pero ambos coincidimos en cierta necesidad real, de hacer
guardia frente a aquello que queremos que nos absuelva.
Hacer guardia frente a un puente, dice ella.
Tomamos un té con durazno.
Yo comprendo.
Comienza a llover un poquito,
sobre un lago.
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