Por la calle veo caminar a un hombre de manos grandes y de voz
chiquita.
Mientras avanza, lo veo cargar un perro, entre sus manos grandes.
Y claro, él va hablando, con su voz chiquita.
Me acerco entonces para escuchar qué dice, pero solo entiendo palabras
sueltas.
Lluvia.
Nube.
Melocotón.
Escucho que él dice.
El perro, en tanto, ni se inmuta.
De hecho, pienso que quizá no escuche, aquella voz chiquita.
En cambio, el animal se ve cómodo entre aquellas manos.
Atento a aquellas manos, casi.
Como si escuchara atentamente aquellas manos, en desmedro de la voz
chiquita.
El perro, además, lleva un collar y parece apenas un cachorro.
Ni siquiera se nueve, entre las
manos del hombre.
Y claro, ahora el hombre vuelve a hablar.
Pero al mismo tiempo que habla, mueve sus grandes manos.
Un lenguaje frente al otro, pienso yo.
Así, vuelve a oírse su voz chiquita:
Té.
Jengibre.
Melocotón.
Y bueno… yo lo vuelvo a escuchar, con atención.
Entonces, el hombre se voltea y queda frente a mí:
Melocotón, me dice.
Se llama Melocotón.
Yo asiento.
El perro sigue sin inmutarse.
Finalmente, el hombre dice algo acerca de las manos de Dios...
No sé si lo dice en serio, con su voz chiquita.
Y claro… yo finjo que lo entiendo… y hasta que tiene razón.
Luego el hombre se va.
Yo, en tanto, me siento sobre el pasto, como si fueran manos.
No escucho voces.
No escucho nada.
Me recuesto.
Descanso.
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