Dos años, me dijo. Dos años en que pasó apretando
pelotas de tenis. No podía hacer nada más, contaba. Una enfermera en la mañana
se las ponía en las manos. Una en cada mano, claro. Entonces él las apretaba.
Nunca se cuestionó por qué, solo las apretaba. Así, me explicó que recibía el desayuno,
el almuerzo y hasta la cena. No se lo daban de muy buena gana, es cierto, pero
era necesario. Acercarle la comida hasta la boca, me refiero. Esperar que
tragara. Por otro lado, la clínica era cara, y se comprometían a seguir al pie
de la letra las indicaciones que él tenía. En tanto, él podía ver sus manos,
contaba, sosteniendo inmóviles las dos pelotas de tenis que hasta parecían brillar
un tanto, mientras avanzaba la tarde. Por último, cada noche, agregaba,
otra enfermera –que iba rotando, según el turno-, le ayudaba a abrir nuevamente
sus manos, y a soltar esas pelotas de tenis que volvía a poner en el interior
del cajón del velador, antes de apagar las últimas luces.
Dos años de práctica, podríamos decir. Dos años de
apretar esas pelotas de tenis hasta que un día se sintió hastiado, me contó. Dos
años hasta que un día se esforzó lo suficiente como para abrir las manos y
dejar que las pelotas de tenis cayeran al piso…
Entonces fue que se quedó mirando cómo estas no
paraban de rebotar, y de rodar finalmente, por el suelo. Y claro, como si se hubiese tratado de un hechizo o de
alguna maldición extraña, lo cierto es que de inmediato sintió la posibilidad
de integrarse y moverse por sí mismo, dejando a todos sorprendidos.
Esa es la historia que me cuenta.
…
Con todo, no se trata de una gran fábula, pero es sin
duda una historia que llamó mi atención y de la que quizá pueda extraerse una
pequeña enseñanza.
No sé cuál, sinceramente, pero de seguro hay una.
Busque con cuidado.
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