lunes, 18 de febrero de 2013

Esta enfermedad no es de muerte.

“¡Señor! Dadnos para las cosas inútiles
miradas sin visión, y ojos llenos de claridad
para todas tus verdades”
S. K.


Creo que es en El tratado sobre la desesperación donde Kierkegaard se cuestiona sobre cuál es realmente la enfermedad de muerte a la que nos vemos enfrentados, a partir de nuestra naturaleza.

Así, desde el comentario que habría dicho Cristo tras ser llevado donde Lázaro –“tranquilos, esta enfermedad no es de muerte”-, el filósofo inicia un cuestionamiento que se centra en identificar aquello de lo que es correcto temer realmente, es decir, comprender de forma profunda cuál es verdaderamente la enfermedad de muerte, que debe resultarnos horrible y provocarnos espanto.

Y claro…, quizá no viene al caso, pero algo cercano a ese cuestionamiento me ha estado dando vueltas estos días en relación a ciertas cosas que solemos considerar horribles, al nivel de provocarnos dicho espanto.

Y es que el hombre, a fin de cuentas –creo que esto también lo decía Kierkegaard-, cuando carece de comprensión sobre el sentido de su propia vida, tiembla de la misma forma como lo hace un niño. Es decir, el niño tiembla ante lo que cree horrible, pero solo el hombre –en ocasiones-, puede llegar realmente a reconocer lo verdaderamente horrible y temblar ante ello.

Así, el defecto de la infancia sería, en primer lugar, no conocer lo horrible, y luego, temblar por aquello que no hay que temer… es decir, desconociendo dónde se encuentra el verdadero horror –o la verdadera muerte, si volvemos a Kierkegaard-, y temblando entonces ante lo que no es horrible, en lo absoluto.

Ahora bien… ¿a dónde cree usted que quiero llegar con esto…?

Sencillo: a invitarle a usted a descubrir el verdadero espanto.

Sí, igualito que la sinopsis de una película de terror, solo que acá la cosa es un poco más seria.

Más seria porque ante el terror –el verdadero terror, claro-, no sirve solo la desesperación, ni el esconderse bajo las sábanas…

Y es que cuando descubrimos lo verdaderamente horrible, adquirimos también, -sin darnos cuenta, quizá, pero debemos confiar en ello-, la fuerza necesaria para enfrentar dichos temores.

Solo entonces, por último, nos acercamos a la verdadera enfermedad de muerte:

Morir comprendiendo, pero sin haber hecho nada, con esa comprensión.

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