“En épocas de crisis,
se escondían mensajes de importancia
en las historias más triviales”.
E.T.P.
Me puso delante unos pastelitos de canela y un té
de duraznos.
-Estuve toda la tarde haciendo los pastelitos –me dijo-,
es una receta especial, heredada de mi abuela que venía de Holanda y que…
La explicación siguió un buen rato.
Yo fingía interés mientras el asco por la canela –que
además de desagradarme me produce un estado alérgico convulsivo-, me llevaba
cada cierto rato a aguantar la respiración y refugiarme en el té de durazno,
que no estaba nada mal, por cierto.
-¿No lo va a probar? –me dijo entonces.
Yo sonreí.
Intenté decir que no.
Dar explicaciones.
Pero no pude.
Al final masqué un poco y tragué rápido, sin
respirar.
-¿Está bueno…? –me preguntó.
Yo asentí.
Luego pregunté donde estaba el baño.
Vomité.
Dos veces, incluso, vomité.
Intenté no hacer ruido, pero creo que no lo logré.
-¿Pasa algo? –me preguntaron.
Yo dije que no, que volvía de inmediato.
Y claro, luego de lavarme volví a sentarme.
Estaba mareado y me habían aparecido unas ronchas
en las manos.
-No debió venir si estaba borracho –me dijo
entonces, molesta.
Yo la miré a los ojos.
-Hubiese sido mejor que no me ofendiese de esa
forma… lo noté extraño desde que llegó, pero no quise decir nada… -agregó.
Yo intenté explicarme, pero no sabía por dónde
comenzar.
-Mejor no diga nada –me dijo, tras calmarse un poco-.
El problema es mío por creer que el esfuerzo propio debe ser correspondido… Siempre
es así, ¿no cree…?
Yo seguía sin poder hablar.
-Además –agregó-, es lo mismo con los sentimientos,
o con cualquier cosa a la que le dedicamos nuestro tiempo… Mi abuelo por
ejemplo, el esposo de la que creó esas recetas… tenía una gran variedad de
árboles frutales… y claro, había también otros árboles que no daban fruta, pero
esos los debía regar mi abuela… “Yo no estoy para perder el tiempo”, decía mi
abuelo…
-Ocurre que yo… –intenté decir, pero descubrí
entonces que la lengua se me había inflamado y no podía hablar con claridad.
-¿Se está burlando de mí…?
-No… dyo…
Ella me miró entonces, enfurecida.
-¡Lárguese de acá…! –gritó-. Quizá la culpa es mía,
pero yo tampoco estoy para perder el tiempo…
La mujer estaba prácticamente sollozando.
A mí, en tanto, todo me daba vueltas. Y es que los
repentinos cambios de humor, el olor a canela, lo que había dicho de los
árboles… su abuela de Holanda… todo eso parecía hacer más difícil que pudiese
explicarme claramente...
Y claro, fue entonces que, tratando de ordenar las
ideas, me percaté que las ronchas en uno de mis brazos habían formado unas
manchas extrañas…
“Vámonos a casa”, podía leerse, en ellas.
Y yo hice caso, de lo que estaba escrito.
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