lunes, 5 de diciembre de 2011

Bajarse de un árbol sin haberlo subido.

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No recuerdo haber trepado a muchos lugares, de pequeño.

Lo fácil es culpar a mi madre que se empeñaba en que jugase en interiores: sin correr, sin que me llegase el sol e incluso sin mezclar los juguetes, que estaban guardados desde siempre en distintos compartimientos, que no debían mezclarse.

Quizá por eso me atraía enormemente la forma en que jugaban los niños que vivían en las casas cercanas y que yo acostumbraba espiar mirando entre las cercas, que dejaban espacios que parecían conscientemente diseñados para fomentar aquella costumbre.

Supongo que ya he hablado de algunas de las cosas que veía, pero no recuerdo al menos haber comentado sobre el niño que se lanzaba desde el árbol.

Sé por lo demás que no debiese tener importancia, pero creo que admitirán al menos que se trata de algo extraño.

Y es que el niño aquel se subía constantemente a un único árbol que había en su patio, un tronco seco con unas cuantas ramas robustas que lo sostenían por un instante antes de que se lanzara y volviese a subirse nuevamente, durante horas incluso, mientras yo lo miraba.

Lo extraño, sin embargo, en esa rutina, estaba dado por la actitud del niño. Y es que debo explicar que mientras subía al árbol, y mientras se paraba luego de caerse, el niño siempre escondía la vista, y no dejaba que yo –porque a todo esto el chico se daba cuenta que lo estaba mirando-, no dejaba que yo, decía, lo viese claramente.

Por el contrario, cuando él se lanzaba -digamos justo en el momento que descendía por el aire-, el niño miraba exactamente en mi dirección, con lo que aquel instante parecía extenderse, aunque sin contener, necesariamente, significado alguno.

Y bueno, debo reconocer que de ese chico nunca logré saber más nada. Es decir, nunca lo vi realizando otra actividad en su patio y ni siquiera, debo confesar, llegué a saber su nombre.

Quizá por eso, tras el paso del tiempo, llego a cuestionarme a veces sobre la veracidad de esas historias, y pienso incluso que todo aquello pudo ser una especie de invento, o un símbolo quizá, que viene a tratar de comunicar algo que de todas formas desconozco.

Así, si bien no sería difícil aventurar un significado trascendente a ese subir y lanzarse y levantarse, creo más sincero dejar la imagen tal cual, sin principio concreto y sin final, de la misma forma que el niño buscaba ser visto: en un instante preciso… inapresable.

Todo lo demás, supongo que se los dejo a los filósofos, o a quienquiera que estime correcto –y productivo-, planteárselo.

Yo, en cambio, cada vez soy menos filósofo… Pero ante todo, me guía el recuerdo de ese entonces, y bueno… lo que sucede es que en aquel instante era apenas un niño. Uno que ante las restricciones se preguntaba por qué no podía subirse a un árbol, sin encontrar respuesta.

De esta forma –adulto ya y formulándome las mismas preguntas que en ese entonces-, recuerdo algo que bien puede servir de final a esto que les cuento.

Y es que en la casa en que vivió el niño se montó, con el tiempo, un taller de confección de artículos de mimbre, que fracasó rápidamente.

Con todo, en el patio de atrás, rodeando el árbol prácticamente, quedó toda una serie de jaulas abandonadas y rotas que quizá ha sido la imagen más cercano a un poema que he visto nunca, fuera de un texto escrito…

Asimismo, la historia del niño que saltaba se convirtió en mi primera historia… Una de esas historias perdidas, claro… y sin significado concreto, pero historia al fin…

¿Y saben…? Más allá del recuerdo, a mí me gusta ese tipo de historias...

Discúlpenme si el gusto no es recíproco, pero aquí, al menos, mando yo.

Así, finalmente, me bajo de esta historia, igualito que el niño.

Y luego me escondo.

2 comentarios:

  1. Entre el niño que saltaba y las jaulas rotas hay un mundo de símbolos y significados que bien merecían ser contados.
    Gracias por ello.
    Un abrazo.

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  2. De nada :)
    Y gracias por las visitas.

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