martes, 8 de noviembre de 2011

Un poeta en un columpio.

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“Este es el único poema que puedo leer.
Y solo yo, puedo escribirlo”
L. C.
.

Hay un poeta en un columpio.

Se ve cómodo
y limpio,
y hasta los niños le han cedido
su lugar.

Hay sol
y árboles floridos,
por lo que además se trata de una escena
francamente entrañable.

Sin duda este poeta
sabe amar al mundo,
me digo,
y por eso sonríe
mientras mira a los demás.

Pero claro,
el sol comienza de a poco
a ocultarse
y los niños deben ir a sus casas
y hacer sus deberes
y bañarse…

y la plaza comienza así
a quedarse a oscuras.

Es entonces cuando decido
acercarme hasta el poeta
y me ofrezco para balancearlo suavemente,
mientras él contempla el mundo
como si estuviese naciendo
a cada instante.

Y claro:
él acepta.

Y yo lo balanceo.

Pasan así unos segundos.

El mundo no es un espectáculo,
le digo.

Entonces él se voltea
y yo le doy con una gran piedra
en el cráneo,
hasta descubrir que su interior
era igual
al de cualquier otro.

Y es que no debéis creer a los poetas
que tengan aún la cabeza intacta,
ni a esos que se afeitan con navajas,
pero sin llegar a producirse
ni el más mínimo corte.

Desconfiad de ellos
y de sus palabras…

Y desconfiad también
de sus balanceos
en los columpios.

Y es que tenían el corazón estrecho
si llegaron a sentirse
satisfechos con el mundo.

Y claro,
mi tarea en esos casos
es abrirles sin dudar
el alma a martillazos…

Adviértanles, si los ven,
que no pierdan tiempo
oponiendo resistencia:

El verdadero poema
será una bomba
o una piedra,
que hará estallar
la cabeza del mundo.

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