“Lo que amaba en ese entonces
era absurdo e incompleto
como el sentido del mundo”
.era absurdo e incompleto
como el sentido del mundo”
Para explicarlo habría que usar la imaginación. Recordar por ejemplo la historia de la Cenicienta, pero haciendo algunos cambios. Narrarla desde el príncipe, tal vez, que nada sabe.
Imaginarlo entonces, en el palacio. Atendido y hasta mimado por todos quienes le preparan un baile. Porque bueno… es un príncipe y debe casarse… Y es que usted sabe, son las normas… la cuestión social y las costumbres, me refiero… pero es también el corazón de todos el que después alega… porque eso de estar solos es para pocos y entre esos pocos no puede haber un príncipe… sería un desperdicio, ¿no creen?
Pero claro, se me olvida decir que lo que queremos explicar no se reduce a afectos ni a cuestiones de pareja. O no exclusivamente a ello, por lo menos. Se trata más bien de ese elemento perdido con el que pretendemos recomponer el sentido de lo que hemos extraviado, aunque sin saber muy bien cómo hemos de hacerlo.
Así, imaginemos por un momento que en vez que la zapatilla de cristal el príncipe haya encontrado ni más ni más ni menos que un pie. Sin sangre ni nada, pero netamente humano: piel, uñas y hasta olor desagradable si se deja al sol.
Un pie vivo entonces, aunque incapaz de dar un paso.
No piense nimiedades eso sí. Olvídese si es el derecho o el izquierdo o cosas de ese tipo. Solo imagine que el príncipe ha encontrado un pie. Un pie perfecto, para él. El pie que da sentido al mundo, por llamarlo de alguna forma.
Y bueno… yo dejaría la historia hasta ahí, pero lo cierto es que todo príncipe tiene consejeros. Así que es muy probable que tras enterarse de lo sucedido dichos consejeros atormenten al príncipe con inquietudes erróneas:
-Debe usted buscar a la dueña de ese pie, señor príncipe –por ejemplo.
Y entonces el príncipe dudaría si el sentido que ha encontrado es realmente un sentido completo, y miraría ahora al pie casi como a un usurpador. Y pensaría así que eso del amor es siempre algo que está más allá de lo que alcanzamos a percibir. Y que solo tenemos acceso a los elementos del amor, a sus pruebas, diría el príncipe, pero a nada más.
Los consejeros llevarían entonces el pie por el reino, buscando con detención a la afortunada que ha de recobrar su pie, y de paso, servir de pilar al mundo del príncipe que tras la inclusión y exclusión del pie perfecto, parece comenzar a desmoronarse.
Pero claro, para explicarlo bien habría que decir que pasaron años. Que los consejeros buscaban y buscaban infructuosamente a la dueña del pie, mientras el príncipe, sin pie y sin princesa -y sin sentido del mundo, por añadidura-, comenzaría de pronto a plantearse una nueva posibilidad:
-Y si el pie… –se diría el príncipe-. ¿Qué ocurriría si el pie hubiese sido solo eso: un pie perfecto, no perteneciente a nadie…? Un pie como una llave que permitía el acceso a ese cuarto que ocultaba el secreto que está en la naturaleza de todo hombre… ¿Qué tal sí…?
Pero no. Hasta ahí solamente puede ser, pues un príncipe no debe pensar tanto. Ni mucho menos llegar a conclusiones que pongan en riesgo su propia aceptación, y su naturaleza…
Por eso –para que no obliguemos al príncipe a llevarnos a conclusiones que no puede nombrar-, es que les pido que usemos la imaginación, y volvamos por un momento al pie que fue perfecto.
Un pie que fue perfecto, decía, pero ahora envejecido. Deteriorado por el manoseo de los consejeros y la mirada codiciosa de quienes arrebataron incluso su propio pie, para ver si podía prestarse a confusión…
Y es que finalmente, con pie o sin pie, el sentido último que adquieren las cosas que amamos ha de parecernos siempre incompleto, carente de algo que acostumbramos buscar sin razones válidas, como si evitásemos en el fondo llegar a destino, o a un final que se revela de improviso y luego ya no queda más opción que aceptarlo…
-¿Pero y si el príncipe…? –comenzará a preguntar entonces una voz inoportuna.
-¡El príncipe nada…! –habría que contestarle-. ¡El príncipe está bien como está!
Y entonces el silencio.
Y el fin.
Imaginarlo entonces, en el palacio. Atendido y hasta mimado por todos quienes le preparan un baile. Porque bueno… es un príncipe y debe casarse… Y es que usted sabe, son las normas… la cuestión social y las costumbres, me refiero… pero es también el corazón de todos el que después alega… porque eso de estar solos es para pocos y entre esos pocos no puede haber un príncipe… sería un desperdicio, ¿no creen?
Pero claro, se me olvida decir que lo que queremos explicar no se reduce a afectos ni a cuestiones de pareja. O no exclusivamente a ello, por lo menos. Se trata más bien de ese elemento perdido con el que pretendemos recomponer el sentido de lo que hemos extraviado, aunque sin saber muy bien cómo hemos de hacerlo.
Así, imaginemos por un momento que en vez que la zapatilla de cristal el príncipe haya encontrado ni más ni más ni menos que un pie. Sin sangre ni nada, pero netamente humano: piel, uñas y hasta olor desagradable si se deja al sol.
Un pie vivo entonces, aunque incapaz de dar un paso.
No piense nimiedades eso sí. Olvídese si es el derecho o el izquierdo o cosas de ese tipo. Solo imagine que el príncipe ha encontrado un pie. Un pie perfecto, para él. El pie que da sentido al mundo, por llamarlo de alguna forma.
Y bueno… yo dejaría la historia hasta ahí, pero lo cierto es que todo príncipe tiene consejeros. Así que es muy probable que tras enterarse de lo sucedido dichos consejeros atormenten al príncipe con inquietudes erróneas:
-Debe usted buscar a la dueña de ese pie, señor príncipe –por ejemplo.
Y entonces el príncipe dudaría si el sentido que ha encontrado es realmente un sentido completo, y miraría ahora al pie casi como a un usurpador. Y pensaría así que eso del amor es siempre algo que está más allá de lo que alcanzamos a percibir. Y que solo tenemos acceso a los elementos del amor, a sus pruebas, diría el príncipe, pero a nada más.
Los consejeros llevarían entonces el pie por el reino, buscando con detención a la afortunada que ha de recobrar su pie, y de paso, servir de pilar al mundo del príncipe que tras la inclusión y exclusión del pie perfecto, parece comenzar a desmoronarse.
Pero claro, para explicarlo bien habría que decir que pasaron años. Que los consejeros buscaban y buscaban infructuosamente a la dueña del pie, mientras el príncipe, sin pie y sin princesa -y sin sentido del mundo, por añadidura-, comenzaría de pronto a plantearse una nueva posibilidad:
-Y si el pie… –se diría el príncipe-. ¿Qué ocurriría si el pie hubiese sido solo eso: un pie perfecto, no perteneciente a nadie…? Un pie como una llave que permitía el acceso a ese cuarto que ocultaba el secreto que está en la naturaleza de todo hombre… ¿Qué tal sí…?
Pero no. Hasta ahí solamente puede ser, pues un príncipe no debe pensar tanto. Ni mucho menos llegar a conclusiones que pongan en riesgo su propia aceptación, y su naturaleza…
Por eso –para que no obliguemos al príncipe a llevarnos a conclusiones que no puede nombrar-, es que les pido que usemos la imaginación, y volvamos por un momento al pie que fue perfecto.
Un pie que fue perfecto, decía, pero ahora envejecido. Deteriorado por el manoseo de los consejeros y la mirada codiciosa de quienes arrebataron incluso su propio pie, para ver si podía prestarse a confusión…
Y es que finalmente, con pie o sin pie, el sentido último que adquieren las cosas que amamos ha de parecernos siempre incompleto, carente de algo que acostumbramos buscar sin razones válidas, como si evitásemos en el fondo llegar a destino, o a un final que se revela de improviso y luego ya no queda más opción que aceptarlo…
-¿Pero y si el príncipe…? –comenzará a preguntar entonces una voz inoportuna.
-¡El príncipe nada…! –habría que contestarle-. ¡El príncipe está bien como está!
Y entonces el silencio.
Y el fin.
No hay comentarios:
Publicar un comentario