.
I.
Camino por el centro de Santiago. Entro a un almacén. Una mujer le cuenta a otra sobre una tía que tiene un gato. No parece novedoso, pero escucho igual.
-Pero no es un gato gato –dice la mujer como exigiendo atención-, no te creas… es un gato perro.
-¿Cómo un gato perro? –pregunta la otra.
-Es que era un gato en un inicio, pero mi tía lo crió en un lugar cerrado donde solo habían perros… -explica la primera mujer-, y así se fue acostumbrando y hoy lo puedes ver moviendo la cola y hasta enterrando un hueso de vez en cuando…
-¿Y no anda saltando desde lugares altos o lanzándose desde los árboles?
-No, de hecho nunca se ha subido a un árbol…
-¿También por imitar a los perros?
-No, esencialmente porque no había árboles ahí donde vive mi tía, pero yo creo que de haberlos habido, tampoco se habría subido...
Luego, el encargado del almacén les entrega sus pedidos y ellas pagan en silencio. Por último, cada una se va por distintos caminos.
II.
Sigo caminando por el centro de Santiago. Entro a una tienda de revistas y libros viejos. Me detengo un momento en una revista de casos insólitos que habla sobre el increíble “hombre seco”.
Así, según la revista, existía un hombre que se cortaba con cuchillos o con otro tipo de elementos cortantes, y no sangraba. Ni una sola gota. Un hombre como de cartón, totalmente seco, vacío… un hindú que ahora era venerado por fieles que hacían filas para hacerle un pequeño corte y comprobar que podían adorarlo sin temor al engaño.
-¿Le interesa llevar la revista? –me preguntan entonces.
Pero yo no tengo dinero, así que prefiero decir que no. Y salgo del lugar.
III.
Sigo caminando por Santiago y observo cosas. Miro así a una mujer embarazada que pide ayuda porque al parecer se estaba acercando el momento de parto.
Dos personas la ayudan y llaman una ambulancia, que llega extrañamente rápido.
Un humorista callejero que vio lo sucedido intenta ganar algo de dinero contando chistes en relación a las mujeres embarazadas.
Uno de ellos contaba de una mujer que tras ir a acampar, lloraba desesperadamente pues al ir a hacer sus necesidades cerca de un riachuelo, había abortado a su bebé, por lo que su esposo llegó corriendo donde ella.
-¡José, José… mira, aborté al niño…! –decía ella, llorando y apuntando a un extraño ser, en el suelo.
-No, María… tranquila –le aclara entonces su esposo-, simplemente te has cagado en una rana…
IV.
Me cansé de caminar y entré al teatro municipal. Tocaba un pianista que iba a ejecutar obras de Mozart, Beethoven y Chopin… lo típico. Ricardo Castro, se llamaba.
Extrañamente compré dos entradas: la B44 y la B46, con visión parcial, bastante económicas. Mientras esperaba a que comenzara el concierto llegó una muchacha con entradas de esos mismos asientos.
-Pero yo tengo el B44 y el B46 –decía ella, mostrándome las entradas.
-Pero yo también –alegaba yo mostrándole las mías.
Lo extraño fue que ella también iba sola, y con dos entradas, así que nos sentamos juntos, sin problemas.
Ella se durmió mientras tocaban unas sonatas de Chopin, pero se despertó al final y aplaudió más fuerte que en las que había estado despierta.
Yo en cambio no aplaudí nunca. Principalmente porque a los tres que hubiese aplaudido –Mozart, Betho y Chopito-, ya estaban muertos hacía tiempo, y el tal Ricardo Castro tocó simplemente para hacerse desaparecer, y no logré apreciar nada de él, salvo su técnica, en aquella presentación.
V.
Ya es tarde para caminar por Santiago, pero igual lo hago. A estas horas las parejas pelean en la calle con menos vergüenza y la ciudad parece cambiar de voz, y hasta mirarlo a uno con otras intenciones.
La gente pasa por las calles y siguen hablando, pero sus historias se escuchan ahora más nítidamente, y las mentiras se hacen también más evidentes. Me parecen algo así como palabras aprendidas, como las notas que tocó el señor Castro.
Me fijo en todos. En la forma en que se miran todos. Y pienso que aunque siga caminando aquí toda la noche no encontraré nada que contenga el tipo de verdad en la que creo.
Así, finalmente, termino nuevamente en uno de esos bares donde el silencio parece purificar la jornada. Bares donde se va a beber simplemente y los borrachos te saludan apenas levantando la cabeza…
Nada de palabras, parecen querer decir… Nada de mentiras.
Y en el silencio y en el sonido del alcohol bajando por las gargantas encuentro esta noche el refugio y el aliciente que necesito.
Si Dios existe, y nos ama, pienso entonces, de seguro está en este bar, y es uno de esos viejos…
Con todo, concluyo, tras pensármelo un poco, no vale la pena molestarlo.
Camino por el centro de Santiago. Entro a un almacén. Una mujer le cuenta a otra sobre una tía que tiene un gato. No parece novedoso, pero escucho igual.
-Pero no es un gato gato –dice la mujer como exigiendo atención-, no te creas… es un gato perro.
-¿Cómo un gato perro? –pregunta la otra.
-Es que era un gato en un inicio, pero mi tía lo crió en un lugar cerrado donde solo habían perros… -explica la primera mujer-, y así se fue acostumbrando y hoy lo puedes ver moviendo la cola y hasta enterrando un hueso de vez en cuando…
-¿Y no anda saltando desde lugares altos o lanzándose desde los árboles?
-No, de hecho nunca se ha subido a un árbol…
-¿También por imitar a los perros?
-No, esencialmente porque no había árboles ahí donde vive mi tía, pero yo creo que de haberlos habido, tampoco se habría subido...
Luego, el encargado del almacén les entrega sus pedidos y ellas pagan en silencio. Por último, cada una se va por distintos caminos.
II.
Sigo caminando por el centro de Santiago. Entro a una tienda de revistas y libros viejos. Me detengo un momento en una revista de casos insólitos que habla sobre el increíble “hombre seco”.
Así, según la revista, existía un hombre que se cortaba con cuchillos o con otro tipo de elementos cortantes, y no sangraba. Ni una sola gota. Un hombre como de cartón, totalmente seco, vacío… un hindú que ahora era venerado por fieles que hacían filas para hacerle un pequeño corte y comprobar que podían adorarlo sin temor al engaño.
-¿Le interesa llevar la revista? –me preguntan entonces.
Pero yo no tengo dinero, así que prefiero decir que no. Y salgo del lugar.
III.
Sigo caminando por Santiago y observo cosas. Miro así a una mujer embarazada que pide ayuda porque al parecer se estaba acercando el momento de parto.
Dos personas la ayudan y llaman una ambulancia, que llega extrañamente rápido.
Un humorista callejero que vio lo sucedido intenta ganar algo de dinero contando chistes en relación a las mujeres embarazadas.
Uno de ellos contaba de una mujer que tras ir a acampar, lloraba desesperadamente pues al ir a hacer sus necesidades cerca de un riachuelo, había abortado a su bebé, por lo que su esposo llegó corriendo donde ella.
-¡José, José… mira, aborté al niño…! –decía ella, llorando y apuntando a un extraño ser, en el suelo.
-No, María… tranquila –le aclara entonces su esposo-, simplemente te has cagado en una rana…
IV.
Me cansé de caminar y entré al teatro municipal. Tocaba un pianista que iba a ejecutar obras de Mozart, Beethoven y Chopin… lo típico. Ricardo Castro, se llamaba.
Extrañamente compré dos entradas: la B44 y la B46, con visión parcial, bastante económicas. Mientras esperaba a que comenzara el concierto llegó una muchacha con entradas de esos mismos asientos.
-Pero yo tengo el B44 y el B46 –decía ella, mostrándome las entradas.
-Pero yo también –alegaba yo mostrándole las mías.
Lo extraño fue que ella también iba sola, y con dos entradas, así que nos sentamos juntos, sin problemas.
Ella se durmió mientras tocaban unas sonatas de Chopin, pero se despertó al final y aplaudió más fuerte que en las que había estado despierta.
Yo en cambio no aplaudí nunca. Principalmente porque a los tres que hubiese aplaudido –Mozart, Betho y Chopito-, ya estaban muertos hacía tiempo, y el tal Ricardo Castro tocó simplemente para hacerse desaparecer, y no logré apreciar nada de él, salvo su técnica, en aquella presentación.
V.
Ya es tarde para caminar por Santiago, pero igual lo hago. A estas horas las parejas pelean en la calle con menos vergüenza y la ciudad parece cambiar de voz, y hasta mirarlo a uno con otras intenciones.
La gente pasa por las calles y siguen hablando, pero sus historias se escuchan ahora más nítidamente, y las mentiras se hacen también más evidentes. Me parecen algo así como palabras aprendidas, como las notas que tocó el señor Castro.
Me fijo en todos. En la forma en que se miran todos. Y pienso que aunque siga caminando aquí toda la noche no encontraré nada que contenga el tipo de verdad en la que creo.
Así, finalmente, termino nuevamente en uno de esos bares donde el silencio parece purificar la jornada. Bares donde se va a beber simplemente y los borrachos te saludan apenas levantando la cabeza…
Nada de palabras, parecen querer decir… Nada de mentiras.
Y en el silencio y en el sonido del alcohol bajando por las gargantas encuentro esta noche el refugio y el aliciente que necesito.
Si Dios existe, y nos ama, pienso entonces, de seguro está en este bar, y es uno de esos viejos…
Con todo, concluyo, tras pensármelo un poco, no vale la pena molestarlo.
¿Por qué compraste dos entradas?
ResponderEliminarLo mismo la revista hubiera merecido la pena. ;)
Un besote
debo pensar que aquel encuentro se resumía a la encuesta de que si se googleaba tu blog aparecía como opción...saludos Vian....
ResponderEliminarLa noche nos asusta a veces....
uff...el sueño de la sinrazón y el exceso de libación produce monstruos...
ResponderEliminardiantres...que no suceda más, espero. :)