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Porque la idea de Dios ha sido arrancada del espíritu del hombre así como un niño arranca con un cuchillo los ojos de un pez muerto; porque el hombre huele a carne quemada y el hueso asoma filoso, como una cuchilla atrapada, bajo la piel; porque el mismo espíritu del hombre es hoy similar a un chicle pegado bajo el escritorio donde escribíamos nuestras necesidades y tachábamos nuestros deseos; porque la idea de una poesía que se aferre como una quijada al hueso y lo destruya, dejando libre al Hombre, parece ser algo innecesario, es que nombres como Humberto Díaz-Casanueva y Mahfud Massis se encuentran en la actualidad casi olvidados, y hasta los delicados poetas de hoy se refieren a ellos como si fuesen dioses consumidos, absurdos y obsoletos.
Parecemos conformarnos con una clasificación precaria, agruparlos en generaciones, decir que Díaz-Casanueva es críptico y que Massus hacía poesía de izquierda. Referirnos de vez en cuando al Réquiem, a Elegía bajo la tierra o a alguna idea repetida sobre ellos y concluir que sí, que eran buenos, pero que su poesía no es de hoy... y luego se termina hablando de los de siempre como si estuviesen condenados a permanecer en el taller de reparaciones de un museo, u olvidados como la foto de una ex-chica que a lo mejor nunca quisimos tanto, pero que es la que más nos ha querido.
De eso me doy cuenta cuando leo a Massus. Cuando tomo El libro de los astros apagados y me encuentro con alguien que intenta hacernos recordar que estamos viviendo una ilusión, que han encendido tantas luces a nuestro alrededor que dejamos de ver los astros: que olvidamos verlos brillar, moverse y hasta apagarse...
Porque el conjunto de poemas que dan forma a este libro, saben situarnos frente al astro rabioso, agonizante. Ese que entrega su última luz y que sigue llegando hasta nosotros quién sabe cuánto después.
La voz que aquí nos habla parece rodeada de un montón de seres dolientes en sus órbitas, girando en torno al hombre bajo cuya luz -esa luz de muerte y de agonía que aún entregan- aprende a verse a sí mismo y a reconocer sus sombras.
Porque de cierta forma gracias a esos astros, la voz que nos habla én estos poemas desciende hacia sí mismo y los arrastra consigo:
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"Lo despistado, lo roto, me sigue detrás como un caballo muerto.
Lo que cayó en el paño de las indecisiones,
el agua terca, y quedó tirado en el camino.
En este vaso con un perro adentro, y que bebo solitario en la noche,
frente a resoluciones quemadas, a un ángel como si fuese de hueso,
penetro otra vez en mí, desciendo en un largo viaje,
oliendo el camino, fumándome el tabaco del alma,
e interrogando al enano que vive de espaldas a mi rostro..."
Y es que El libro de los astros apagados, es sin duda una experiencia plena y hasta dolorosa de un camino que busca el interior del hombre, pero para lo cual debe atravesar primero la carne y enfrentarse a la distintas creencias que la cruzan y que buscan aferrarla al hueso.
Massus en este libro y a través del camino que cruzan sus poemas, nos permite no sólo reconocer esos astros que nos rodean, sino que nos lleva también a reconocernos como astros: brillantes y agonizantes y dolientes. Condenados a una muerte que no podemos entender, pero tras la cual existe una promesa:
"Desenterrarán tus cartas, tus papiros fríos.
Serás como Osiris: se disputarán tu traje desolado (...)
Pero estarás dormido sobre la delgada alfombra, siempre sonriendo,
estólido, feliz, oyendo otro oleaje."
Porque de cierta forma, Massus parece decirnos que el hombre es siempre un desenterrado. Y porque hasta un niño, cuando le arranca los ojos a un pez muerto, como decíamos en un inicio, no está nunca seguro si esos ojos, lo continúan mirando.
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