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A pesar de haber nacido en Nagasaki, Kazúo Ishiguro es considerado hoy en día, como un escritor británico.
Esto, aunque sus dos primeros libros, Pálida luz en las colinas y Un artista del mundo flotante, desarrollen argumentos relacionados con el país nipón y posean, según la visión de algunos críticos, "una delicadeza y sutileza, características de la literatura japonesa".
Desde su biografía, en cambio, la información parece reforzar la tesis que lo hace un escritor británico, pues, llegado a Londres a la edad de seis años, tanto el lenguaje que emplea, -al igual que su residencia, costumbes y estilo de vida-, es plenamente inglés, y en esto al menos, no existe discusión alguna.
El asunto, sin embargo, -al menos para mí-, va mucho más allá de la identificación de su nacionalidad entre las dos opciones anteriores, y es que la particular forma en que se desarrollan las sensaciones y emociones de los personajes de sus textos, parece contener un elemento que no se identifica del todo con la literatura de ninguna de las dos regiones a las cuáles podría vincularse, y que, por sí misma, ya es un rasgo que lo hace convertirse en uno de los grandes escritores contemporáneos. Sin ningún cuestionamiento.
Recuerdo haber leído sus dos primeras obras, arriba mencionadas, con gran sorpresa. Haberlas terminado y haber tenido que releerlas inmediatamente pues sentía que sólo al terminar de leerlas me había acercado a captar el sentido que verderamente tenían y saber realmente de qué me estaban hablando.
No lo digo en todo caso, como si hubiese consistido en una intelectualización de lo que aquellas obras transmitían. Fue como si sólo al final de la lectura hubiese entendido algo esencial, primario, como el clor base a partir del cual se han realizado todas las mezclas y combinaciones que fueron utilizadas luego en una pintura.
Es así como estas dos primeras novelas, parecen buscar un origen, un punto desde el cual comenzar a desarrollar nuestros significados... algo así como una búsuqeda de identidad, o de pertenencia, que se orientó en un inicio hacia el mundo japonés, hacia el mundo derrotado tras la segunda guerra. Una narrativa en que indiviudos y una sociedad entera debe preguntarse quién es, quién era, y quién sigue siendo tras la derrota.
La escritura de estas dos primeras novelas deja traslucir una búsqueda en la que cuesta no ver reflejado al autor, heredero también de este mundo japonés, pero insertado en el mundo, aparentemente victorioso, por decisiones ajenas.
Las relaciones humanas en estos textos, la comunicación entre estos personajes, la proporción en que son capaces de conocerse a sí mismos, son elementos que enriquecen en gran medida historias que, sin embargo, -según mi apreciación-, parecen esbozos mínimos para la monumental y grandiosa obra que me resulta Los restos del día. Como si en aquellos primeros libros Ishiguro hubiese tanteado por diferentes umbrales, pero sin atreverse a cruzar realmente alguno... como si hubiese experimentado con su propio dolor dándose pequeños pinchazos en algunos terminales nerviosos, pero sin llegar a entender lo que era el dolor mismo, o el hombre en su plenitud... o como si en las primeras dos novelas Ishiguro hubiese intentado dar cuenta de sus personajes como si fueran mariposas, y, de la misma forma como se intenta tomar a una mariposa sin quitarle el color de las alas, hubiese terminado por no lograr totalmente su esencia, su cuerpo, su dolor y, desde ahí, sus posibilidades. Sus posibilidades de ser, por cierto.
En Los restos del día, en cambio, la comprensión parece haber llegado su plenitud. La comprensión no sólo de un hombre en particular, sino del valor mismo de la vida y el costo que ésta puede llegar a tener cuando se ha dejado pasar, o desperdiciado. La comprensión, además, de un contexto, de un mundo que no nos dimos cuenta que cambió; un mundo que leímos mal, en que entendimos erróneamente nuestro deber, y, por lo tanto, no descubrimos nunca quienes éramos. Quienes debíamos/podíamos ser. Nuestras verdaderas posibilidades.
En este libro, que narra la historia -narra el ser en verdad, aunque resulte grandilocuente-, de un mayordomo inglés. Un hombre que dejó de ser todo para ser un mayordomo por completo. Un hombre que hizo de su vida un deber, una rectitud, un comportamiento, donde lo que verdaderamente era, -y que por lo demás desconocía-, no tenía cabida alguna.
El libro acompaña a este mayordomo en la revisión de su propia vida, en el despertar de su primera y tardía reflexión sobre quien era realmente, cuáles eran sus sentimientos y qué era aquello que quería ser. La narración acompaña a este hombre en un contemplarse detenidamente hasta llegar a ver su propio espíritu.
Desde aquí, el libro contiene una amargura muy distinta a la que me ha tocado encontrar en otros textos. Una amargura que encierra la posibilidad bella de descubririse, pero que tienen la fuerza necesaria para derribar las creencias completas de un hombre; la dignidad que lo sostuvo, y el mundo que creyó existía, y no fue.
Es por esto que la tarea es difícil para el protagonista de este libro. Es por esto que parece negarse a aceptar que su vida completa fue en verdad ausencia de vida y hasta negación de vida. Y es por esto también, -porque sabe dar cuenta de esa lucha interna en el comienzo de la comprensión de un hombre-, por lo que este libro me parece realmente magistral. Estas son las razones por las que me parece encontrar en él un libro que -desde una corrección formal y la ausencia de grandes significados explícitos-, se transforma en una de las grandes obras del último tiempo: donde se presencia el término de las creencias rotundas, rígidas... necesarias para entender un sistema donde la vida verdadera no tenía cabida. Un libro que nos permite presenciar el derrumbe de un mundo, el derrumbe de un discurso y el derrumbe de un sujeto, pero que, al mismo tiempo, nos muestra que tras todo eso, hay algo que queda en pie, al final del día... de pie en medio de los restos de aquel tiempo en que se debía ser, de aquel tiempo que en verdad, aún no acaba.
Y sí, quizá por la magnitud de este libro, por la profundidad y perfección que desde mi apreciación alcanza, quizá no valoré demasiado sus nuevas novelas.
Los inconsolables, por ejemplo, publicada a continuación de Los restos del día, no me parece una obra "necesaria", luego de lo que nos revelara en su obra anterior. Con sus resonacias kafkianas y todo, con su buen desarrollo de ideas y con la aparición de buenos personajes, siento que carece de la fuerza, del estremecimiento que acompaña la lectura la vida del mayordomo, por más que intente y renueve fuerzas tras ciertos aletargamientos narrativos en los que suele caer, de cuando en cuando.
De esta misma forma, -aunque me gusta en gran medida la forma en que se acerca a sus personajes, o a la forma en que ellos se acercan a sí mismos-, la novela Nunca me abandones, quizá por sus elementos sobre-realistas, me produce cierta distancia enre las emociones, -que sin dudad genera-, y la historia, que me parece a ratos demasiado elaborada...
De Cuando fuimos huérfanos, también muy poco que decir, o que aportar. Si bien retoma temas anteriores ya demasiado recurrentes en la narrativa del autor, siento que no lo hace con la misma fuerza interior que en sus primeros escritos. Dicha profundidad, en esta novela, cede terreno ante algunas acciones concretas y ante el decorado en que se desarrolla, con lo que pierde fuerza. La búsqueda de los padres -para encontrarse a sí mismo- que se realiza en esta obra, no me parece del todo auténtica; el protagonista está demasiado "hecho", ya no es moldeable, -siento-, ante la comprensión de nuevos significados Y esto es lo que termina debilitando mayormente esta novela.
Creo que ahora último se publicaron unos relatos a los que me acercaré prontamente -aunque releer Los inconsolables y ver qué sucedió entre la construcción de ésta y Los restos del día supongo será lo que intente primero-. Por eso dejo Los inconsolables sobre el escritorio -no me decido por ningún lugar en la biblioteca todavía- y -tras recuperarla desde las manos de mi hermano-, pongo Los restos del día en un lugar privilegiado y cercano a la cabecera de la cama, como si fuese una lámpara.
Mis otros libros de Ishiguro (Pálida luz en las colinas y Un artista del mundo flotante), tras pensármelo un rato, termino poniéndolos junto a un par de Julian Barnes, lejos de los auténticamente japoneses, al menos por algún tiempo.
¿Y yo?
Pues no parezco tener todavía un sitio claro. Así que me preparo para ir nuevamente al trabajo y aceptar el sitio que el día de hoy -un poco más allá de su plenitud, pero aún antes de convertirse en restos- me ofrece.
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