lunes, 23 de agosto de 2010

La bella durmiente (III).

.
No existe paz en las bellas durmientes. Ni belleza, en verdad. Sólo hay podredumbre disfrazada: narcóticos quizá. Nada más.

Esa es la impresión que queda después de leer La casa de las bellas durmientes, de Yasunari Kawabata. O al menos la que a mí me queda, contagiada por una serie de otras sensaciones que no tienen cabida acá, y que, sin embargo, deben de incidir en la lectura.

En la novela de Kawabata, un hombre viejo -en el borde mismo de ser y dejar de ser un hombre, según sus propias palabras-, comienza a asistir una extraña casa de visitas. En ella, se les ofrece a hombres mayores, dormir junto a mujeres jóvenes y bellas, totalmente dormidas y desnudas, en una habitación.

El sueño de las jóvenes, además, parece ser ocasionado por narcóticos. De hecho, es tal su profundidad, que no podrían despertar ante nada, -en palabras de la mujer que regenta el lugar- al menos por algunas horas.

A pesar de ese dormir profundo, y de que todo es posible con estas muchachas, ellas parecen seguir siendo vírgenes, pues existen ciertas normas tácitas entre aquellos que concurren, -además de la avanzada edad que todos tienen- que hace difícil llegar a cometer algún tipo de exceso.

El viejo entonces viene, es conducido a una habitación donde ya duerme la joven y es dejado a solas hasta la mañana siguiente, momento en el que debe irse antes que la joven despierte, sin tener contacto alguno con ella en un estado distinto al que ella tuvo durante la noche.

Ahora bien, desde este argumento, la obra accede prontamente a una significación más profunda, dada principalmente a partir de la cercanía de la muerte y al juego que en torno a ésta parece realizarse.

Y es que la muerte en esta novela de Kawabata, no está definida como un suceso único, o inevitable. Ni mucho menos como un fin. Parece de hecho, estar presente en cada uno de los personajes, como una especie de óxido adherido a las bisagras internas de cada uno... algo que pertenece al ser humano más allá de la aparente belleza o juventud que este posea... y que está presente en cada una de sus acciones.

Por eso hablaba de podredumbre en un inicio, ya que en el corazón de cada uno de nosotros -porque en esta novela quedo dentro quiéralo o no-, existe desde un inicio un principio de corrupción. Una miseria pequeña que existe a la par de nuestras experiencias y deseos y placeres. Y que a fuerza de costumbre termina por aceptarse como propia, como una más de las cualidades de nuestro espíritu, a pesar de ser ajena, totalmente, a la esencia de cada uno.

El protagonista así, a través de sus visitas y de lo que las jóvenes le evocan, comienza a darse cuenta justamente de que esta cercanía a la muerte, -incluso a la muerte bella que tiene ahí a mano-, es una cosa totalmente distinta a lo que sintió en un inicio.

Y es que todo aquello que sentía lleno de fealdad aquel hombre, o que le generaba culpa, comienza a partir de esas visitas a voltearse, y a revelar que esa miseria que llevaba contenida también estaba presente, inlcuso en un mayor grado, en las acciones que había realizado en su vida y que no había valorado como correctas o incorrectas.

Así, por ejemplo, en un momento de la obra el protagonista se pregunta junto al cuerpo de una mujer dormida:

"¿Qué es realmente lo peor que un hombre le puede hacer a una mujer?... Porque las aventuras y daños puntuales quedaban siempre en un momento... Casarse, criar a sus hijas, todas esas cosas, en la superficie, eran buenas; pero haber tenido los largos años en su poder, haber controlado sus vidas, haber deformado sus naturalezas incluso, estas cosas podían ser malas... Tal vez, engañado por la costumbre y el orden, nuestro sentido del mal se atrofia."

De estas y otras cosas comienza a darse cuenta este hombre. Del borde inestable en que ha vivido toda su vida, -y en la que viven los otros, por cierto-. De la verdadera naturaleza de la belleza, de la muerte dormida, y de la miseria escondida que brilla como una joya en la juventud como para despistar al espíritu.

Con todo, desde esta misma inversión de valores, el libro llega a rescatar las posibilidades que tiene todo hombre por hacer frente a esa corrupción. Ayudando -de una forma mínima, es cierto- a darse cuenta que esa vida no se está viviendo de la mejor manera... que hemos aceptado algo que creímos humano y que justificamos, pero que nos aleja de algo que verdaderamente somos, o deberíamos ser.

Kawabata parece decirnos así en esta obra, no sólo que nos cuidemos de la belleza, o que la juventud a veces esta más cercana de la muerte de lo que comúnmente creemos... sino que la vida misma, la suma de costumbres y la justificación de nuestras acciones parece provenir de aceptar algo contra lo que debemos luchar... Porque la vida puede dejarte hasta en el sueño, y no ha de ser algo bueno cuando te ha faltado entender todo aquello que era más importante. Primordial quizá, en todo esto.

Y es que hay que despertar, bella durmiente. Hay que despertar.

Y hay que buscar la verdadera belleza y hasta combatir con las costumbres que se disfrazan de humanidad y que vienen a corrompernos, a quitarle el valor profundo que tenía -y tiene-, nuestra vida.

No es algo fácil. El ver con claridad quienes somos, qué sentimos y cuáles son los afectos y motores que impulsan a los otros puede ser sin duda algo terrible... Pero así como la vida que vivimos contiene esa gota de miseria, -según Kawabata-, también esa claridad contiene en sí misma toda la belleza de la que es capaz el ser humano.

La casa de las bellas durmientes, es por tanto un libro que llama a despertar. Crudo y opaco, pero que contiene una pequeña voz que nos advierte que no salgamos de esta vida estando intactos. O esperando a que un otro despierte o hasta sin atrevermos a despertar.

¡Y cuidado que no es fácil!

Si hasta yo parezco intacto, en todo esto. Y no es así.
.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores

Archivo del blog

Datos personales