martes, 12 de marzo de 2019

Una puerta dibujada en la pared.


Lo primero que recuerdo es haber dibujado una puerta en la pared.

Con una tiza, que había robado de una tienda, dibujé una puerta en la pared.

Al lado de esa  puerta había otro muro y del otro lado colgaba un espejo.

Un espejo sucio, cuyo reflejo no era del todo exacto por lo que tu imagen variaba dependiendo desde donde te mirases.

De todas formas, como casi siempre estaba a oscuras, el espejo no tenía mayor sentido.

Sin luz un espejo no sirve de nada, me dije.

Y repetí esas frases innumerables veces hasta que perdió el sentido y olvidé aquello que significaba.

Poco más hacía en ese sitio.

Me refiero a que estaba ahí, simplemente, creando y repitiendo frases.

Repitiendo frases hasta que perdían el sentido.

Casi todas las frases que creaba tenían que ver con la luz.

Debe haber sido por las condiciones del lugar, por supuesto.

Recuerdo haber escrito algunas de esas frases, en la puerta dibujada.

Dentro de nosotros no tenemos luz, escribí.

Los órganos permanecen ahí, a oscuras.

Y claro, mi situación por aquel entonces no era muy distinta a la de mis propios órganos.

Bombeando sin saber para quién, digamos.

Con un espejo sin luz.

Con una puerta dibujada en un muro.

Un día alguien rasgara este muro y seré expulsado, pensaba.

Como sangre.

Fresca o podrida no lo sabré hasta que abran la herida.

Tal vez para eso esté el espejo.

Tal vez para eso existen los órganos ciegos, dentro de mí.

Lo último que recuerdo es haber dibujado una puerta en la pared.

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