A G. le intrigaba el comportamiento de la gallina
que tenía como mascota su tía Clara.
Era una gallina que había sido criada al interior
de la casa, por lo que su comportamiento se asemejaba más a la de un perro que
a los otros de su propia especie.
Como ejemplos concretos, podríamos nombrar el que
durmiera en una pequeña casa y que era capaz de acompañar a las compras a la
tía o hasta dejarse acariciar por algún vecino u otro visitante ocasional.
G., por cierto, iba todos los años a casa de su tía
Clara, pero solo desde los últimos dos veranos había comenzado a fijarse en la
gallina.
De hecho, G. creía que haber comenzado a fijarse en
la gallina era una de las más importantes manifestaciones de sus propios
cambios.
-No es solo que se comporte como perro –explicaba
G.-, es que finge comportarse como perro…
Yo que lo escuché hablar varias veces al respecto,
complemento lo anterior a partir de otras pequeñas apreciaciones:
1. G. estaba seguro que la gallina, en su mirada, demostraba
saber perfectamente la diferencia entre quién era ella y cómo era vista por los
demás.
2. G. estaba leyendo un libro de Wingarden que
hablaba justamente sobre la construcción de la personalidad y la articulación
del mundo, desde un “sujeto central enmascarado”.
3. A partir de sus lecturas, G. creyó comprender
que la gallina de su tía Clara era el sujeto articulador del mundo donde él se
encontraba inmerso.
-Esa gallina sabe algo más –decía-. Mírala bien… se
está burlando… ella sabe. Tiene ojos que saben…
Así, los que hablaron con él en el último tiempo,
comentaron que G. se comportaba de modo obsesivo, e incluso sugirieron a su
familia –sin dar detalles de lo que le ocurría-, que lo internasen por un
tiempo.
Lamentablemente, la familia cercana de G. tomó la
decisión de llevarlo a un lugar tranquilo, donde pudiese reponerse… Y bueno… lo
llevaron donde su tía Clara.
Semanas después, cuando fui al velorio de G., algunos
amigos comentaron que no habían tenido otras noticias de él, hasta el momento de su
muerte.
Asimismo, algunos nos fijamos que tenía unas marcas
en el rostro, como si lo hubiesen atacado con algo filoso.
-¿Crees tú que la gallina…? –me preguntó un amigo
en común, durante el entierro.
-Yo no creo en nada –le respondí.
Pero no era
cierto.
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