Mató a tres personas y luego se fue bajo la lluvia.
La vida es fácil, me dijo.
Dejó sus armas junto a un árbol y enjuagó sus manos en un arroyo.
La lluvia seguía cayendo.
Él también volvió a hablar:
Los que no matan piensan en la
sangre como una mancha roja.
Yo, en cambio, la pienso como un
hedor...
El hombre levantó el rostro al cielo y dejó que la lluvia lo lavara.
Yo esperaba que volviera a hablar, pero no lo hizo.
Solo la lluvia se escuchaba.
Oscurecía.
Uno de los muertos era amigo mío,
murmuré.
Me acerqué hasta el árbol donde estaban las armas.
Las escondí.
Luego me quedé observando, bajo la lluvia.
Él sabía que yo debía hacer algo.
Todo parecía no importarle.
Fue entonces que esa misma sensación, me pareció estar presente en
otras cosas.
Y es que en el árbol, en la tierra y hasta en la lluvia que caía,
habitaba la indiferencia.
La indiferencia… o algo cercano a la indiferencia.
Cerré los ojos.
Dejé que las cosas se reordenaran, en la oscuridad.
Todo tenía un sitio, comprendí.
El árbol, el arroyo y hasta las gotas de lluvia, caían en el sitio exacto
en que tenían que caer.
Abrí los ojos.
Él estaba de espaldas.
Tomé el cuchillo y lo dejé sobre unas rocas.
Siguió lloviendo, hasta que amaneció.
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