No soy bueno para pescar. De hecho, soy pésimo. No
sé lo que se siente, incluso, tener un pez que pique en el anzuelo. Nada de eso
me ha ocurrido nunca. Lo he intentado, sin embargo. Amigos expertos, otros un
tanto aficionados... Nadie siquiera logra pescar algo si está conmigo. Así, si
gritara que arrojen las redes, estas sin duda saldrían vacías. No es cuestión
de fe. No es cuestión de suerte. Es simplemente que mis anzuelos se enganchan
en otros sitios. Piedras. Algas. Una cadena al fondo de un lago. La pierna de
una señora alemana, incluso. Con todo, lo peor fue aquella vez que quise lanzar
y eché hacia atrás la caña y finalmente todo resultó tan fallido que el anzuelo
quedó enganchado sobre mí, en un árbol. Es decir: el lago al frente, el árbol
atrás, la caña extendida y doblada hacia arriba, y bueno… el anzuelo enganchado
quién sabe dónde, en lo alto. Da vergüenza, por supuesto. Sobre todo cuando el
anzuelo no es de uno y hasta es el favorito que hay que recuperar, de alguna
forma. Por eso lo que queda es subir al árbol y buscar el anzuelo. Aunque esa
vez no hubo caso. Y es que el árbol era alto, sin duda… pero el problema mayor
era que no lograba ver bien dónde se había enganchado… Por eso, recuerdo que
esa vez bajé a intentar tirar nuevamente desde la caña, y desengancharlo. No
hubo logros, sin embargo. Es decir, una y otra vez lo intentaba, pero la caña
solo se curvaba hacia arriba y yo sentía como si realmente luchase contra algo
vivo que debía traer hacia mí, con la caña. Quizá
pesqué a Dios, recuerdo que pensé entonces. O quizá no lo pesqué, pero sin duda Dios picó el anzuelo, concluí. Y
claro... seguía luchando cuando comenzó a llover. A llover en serio, eso sí. Tanto
que tuve que dejar la caña ahí y refugiarme en la carpa. Tres días llovió así,
sin parar. Mi amigo debía venir esos días, pero no llegó. A veces se sentía un
animal, por la noche. El resto solo lluvia. Con todo, recuerdo que las pocas
veces que salí de la carpa intenté unos minutos más con la caña, pero no había
forma de desengancharla. Fue así que se cumplieron los tres días y dejó de
llover. Y claro, uno volvió a salir con libertad de la carpa y hasta se imaginó
rearmando su vida. ¡Cosas que imagina uno…! Esa misma tarde llegó mi amigo y me
dijo, tras reírse un poco, que no importaba el anzuelo y que no me hiciera
problemas. Hay que intentar de nuevo,
decía. Nada más. Con los años, por cierto,
ese amigo se ahogó en un lago. Yo, en tanto, seguí intentando pescar, unas
cuántas veces, pero fallé siempre. Por último, debo reconocer que cuando duermo,
un hombre de bigotes –que debe ser Dios-, me alega porque le rasgué sus ropas
con un anzuelo. Tiene la cara tan chistosa cuando alega, eso sí, que yo no lo
creo que es Dios, y casi siempre despierto en ese instante. No soy bueno para pescar, decía. Y es que quizá hasta cuando escribo, me voy enganchando en otras cosas.
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Me gustó esta historia! (Una vez acompañé a un chico a pescar (valle del elqui, creo. tranqui dijo, no lo mataremos será pesca deportiva, dijo). Sostuve la caña un rato y picó, gritos y expresiones de alegria a mi lado. Recogió él el hilo, yo no podía enrollar. Era un pez pequeñito enganchado, me lo acercó, le dije que lo devolviera. Pocas veces he sentido tanta verguenza de mi misma.)
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