Hay algo especial en la narrativa del sur de los Estados Unidos. Algo común en una serie de autores que sitúo en la cúspide de la literatura norteamericana, -junto a unos poquísimos infiltrados de otras regiones-.
Quizá por eso intento tenerlos juntos en mi biblioteca aunque algunos se dispersen y busquen otras ubicaciones, de vez en cuando.
No se trata sólo de un estilo o técnica en particular, sino que el mundo que dan cuenta los liga de una manera especial, y es que para hablar de él, se hace necesario verlo con cierta profundidad; como si aquel mundo requirirese cierta cercanía del autor para con los personajes y el mundo en que ellos participan no aparezca desenfocado y cree excesivas confusiones.
La naturaleza de los personajes, por lo demás, resulta particularmente atractiva, con una extraña manera de trabajar las sensaciones y de desarrollar sus discursos que contrasta con sus definidos rasgos, y las certezas que parecen guiar sus acciones hasta más allá de lo que pueda parecer sensato, en una primera instancia.
Pienso así en el mundo de Matar un ruiseñor, de Harper Lee, o en Sangre Sabia, de Flannery O´Connor. En los sordomudos de El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers, o en la hermosa protagonista de Luz de Agosto, de Faulkner.
No. Obviamente no es casualidad esa suerte de parentezco espiritual que une a esos personajes, algo que los impulsa, una especie de certeza de saber quienes son, qué necesitan: una forma directa de actuar y de sentir que se da en su interior y que crea una atmósfera característica en los textos nacidos de estos lugares.
Esta atmósfera, este aire donde es necesario distinguirse claramente para marcar una verdadera distancia o cercanía con los otros, esta división dada a partir del mundo de la esclavitud y que busca resolverse a partir de la visualización de rasgos humanos, resulta de una belleza inmensa a partir de los personajes que dan vida a estas historias. Seres que por lo general -salvo quizá los de algunas (excelentes) obras de William Styron- dejan de lado la agresividad y el oponerse a los demás y saben distinguir aquello que los hace uno con el otro. Seres que aprendieron a identificar los rasgos humanos universales que existían por bajo la piel y que los llevan a respetar, de una manera especial, la vida, los deseos y los sentimientos de quienes los rodean.
Y es que en estos autores, parace existir cierta comprensión del espíritu humano, una verdad de gente sencilla que saben hablarnos de aquello que prácticamente no se dice, y lo hablan a partir de hechos, de gestos, de acciones simples y profundas.
Eudora Welty, el primer Capote, Tennesse Williams... no puede ser casualidad. Incluso hasta nuestros días que sobrevive Cormac McCarthy quien de vez en cuando sabe recoger las mismas verdades que dieron luz a los antiguos autores de esa región; verdades que no se desgastan, que no se ensucian, porque supieron ser tratadas con la tranquilidad y la sinceridad de quien nos cuenta de seres reales, que supieron aceptar su propia naturaleza y que le rinden un homenaje a ella hasta en el momento de su muerte.
Y es que ahí está Mientras agonizo, de Faulkner, o Sus ojos miraban a Dios, de Zora Neale Hurston... todo un mundo del que me gustaría hablarle más detenidamente en algún momento.
Y es que me siento injusto de pasárlas por alto, como si estuviese enumerando cosas o simplemente haciendo un inventario...
¡Si conocieran la belleza de Luz de Agosto!... Créanme que se formaría un significado nuevo dentro de ustedes, y la luz interna de esa chica que sale embarazada a buscar al padre de su hijo, quizá les serviría para iluminar alguna noche oscura, de esas en que resulta absurdo hasta rezar...
O si escucharan la historia de esa tía que prepara las tartas junto a su sobrino en Un regalo navideño, de Capote...
De verdad que resulta injusto que esos libros queden ahí, es como si guardaran las fotos más bellas de sus hijos y no se las mostraran a nadie.
Las palmeras salvajes, Frankie y la boda, El arpa de pasto... No pueden quedar ahí para que nadie las lea. Recuerdo que eso pensaba en la U cuando veía esos libros y me los compraba aunque ya los tuviera... y es que en verdad tampoco quería que fueran a parar a manos supuestamente equivocadas... Un tranvía llamado deseo, Una fábula, Un árbol en la noche... no podían estar ahí tendidos en el piso mientras todos pasaban por el lado...
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Y sí. Agoté a la mayoría de estos autores porque los leí con gula... y así como alguien como y come hasta agrandarse el estómago, estos libros me agrandaron de tal forma el espíritu que hoy me cuelga rollizo, bastante fofo y un poco menos lleno que antes... porque agrandarse el espíritu no es, por cierto, un verdadero logro, cuando no se hace de forma responsable y con la claridad suficiente de no cerrarse y poder brindarlo realmente a los demás.
Y es que con estos escritores del sur, no se puede mantener el espíritu en su sitio. No se puede no llorar de alegría y de tristeza y sentir que es correcto y bello y sobre todo sencillo seguir creyendo en algo, y es que tal como lo dice el personaje de Queenie en Un regalo navideño, la llegada de Dios, -que ella siempre creyó sería como recibir los brillantes rayos del sol a través de los cristales de colores de una iglesia-, sería en verdad algo mucho más simple... porque cuando uno se acerca al final, -decía Queenie- la carne comprende que en verdad el Señor ya se ha mostrado. Que las cosas, tal como son, tal como siempre se han visto, eran verle a Él.
Y ese mostrarnos a Él -sea lo que sea aquello en lo que se convierte Él para cada uno de nosotros- es aquello que hacen este grupo de escritores. De una forma directa, profunda. Cercana.
Palpitando casi: para que la carne comprenda.
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