sábado, 22 de mayo de 2010

No somos valientes. Pero vemos Kwaidan, de Masaki Kobayashi.


No somos valientes. Pero de todas formas nos acostamos a ver Kwaidan, mi hijo y yo, esta noche en que llueve, hay truenos, y en que la intensidad del agua es tan cambiante que nos hace ajustar a cada rato el volumen de la película. Tanto así que nos sorprende de pronto un sonido fuerte entre los silencios del film, y nos obliga a saltar.

Es cierto, mi hijo alcanza a ver sólo tres de las cuatro historias y luego debo llevarlo a su cama. Mañana nuevamente no se acordará quien lo llevó y el borde de su sueño con las historías estoy seguro, no estará bien establecido.

Y es que la magnífica película de Kobayashi que acabo de terminar, lleva de manera magistral el aspecto onírico hasta el celuloide, y maneja de forma insuperable los silencios, la música, y las imágenes, construyendo una atmósfera perfecta para esta película en que el miedo que produce no proviene precisamente de las formas convencionales de entender el terror, sino de la naturaleza misma de los espíritus que pueblan el film: aún humanos, aún carentes de algo que desconocen incluso después de muertos. Y es por tanto su propio tormento, -el tormento de estos espíritus-, el que Kobayashi despliega en el film y con el cual irradia, con una luz extraña por cierto, a los espectadores.

Como decía antes, la película está formada a partir de cuatro historias que narran situaciones cuyo denominador común son los fantasmas, los espíritus que han quedado rondando entre los vivos y que establecen contacto con ellos de una forma o de otra.

En la primera de las historias, un samurai abandona a su mujer pues ambos viven en la precariedad y el hombre busca una posición más ventajosa. Por esto, el guerrero se casa con otra mujer y entra al servivio de un importante funcionario. Sin embargo, el samurai comienza a extrañar a su primera mujer, abandonada a su suerte en una casa a medio derrumbar, llena de maleza y que sirve de escenario para la última parte de esta historia.

Y es en esta misma historia donde Kobayashi muestra su capacidad para transimtir aquellas sensaciones que le dan la sustancia a esta película, y que se forman a partir del delicado ritmo con que sabe llevar la narración, así como de la importante construcción visual que realiza a partir de los espacios en que se desarrollan las acciones: espacios que contienen siempre un elemento perturbador, y que, acompañado de una serie de movimientos de cámara muy interesantes -sobre todo si pensamos que esta película prontamente cumplirá los 50 años de vida- terminan por dar origen a un ambiente enriquecido tanto estéticamente como a partir de las sensaciones que alberga. Un ambiente que se revela aún más terrible cuando se llega a la realidad y no cuando se es parte de la alucinación del personaje, lo que enriquece todavía más a esta primera historia.

En la segunda de ellas, la construcción del ambiente resulta, al menos desde mi punto de vista, perfecta. Con unos cielos increíbles y unos colores que transforman la escena constantemente como si de un sueño verdadero se tratase. En ella, la historia cae en un hombre que tras una tormenta en la nieve pierde a su compañero de viaje, y conoce a una extraña mujer quien le perdona la vida haciéndole prometer que guardará silencio respecto a lo que vio, no sin antes amenazándolo, por cierto, con darle muerte si es que lo sucedido sale de su boca.

Pero más allá de lo que sucede en la historia, vale la pena destacar la excelente construcción de los fondos, y la mezcla de interiores y exteriores dados en el film. Además, el juego de luces que se utiliza en esta segunda historia resulta ser la clave para el manejo de la tensión narrativa desplegada, y que nos sitúa, como espectadores, en la posición justa para captar las distintas sensaciones desplegadas en el film: desde el miedo hacia lo desconocido, como la profunda tristeza y sed de comprensión que alberga alguno de los personajes.

Y es que el lenguaje del film adopta formas tan bellas que no sabemos ya qué sentir como espectadores ante el descubrimiento que los personajes hacen del otro. Y el miedo viene a instalarse acompañado de la exaltación estética y de la tristeza por la pérdida de aquello que se ha construido a lo largo de la vida de los personajes, y que es también una vida que se acaba, una experiencia completa que se viene abajo en medio de una hermosa atmósfera cuyos cambios parecen ser un continuo nacimiento, y que están ahí, desbordando vida incluso hacia el final de esta segunda historia, plagada de silencios, frialdad y nudos de asombro.

En la tercera historia, Kobayashi nos relata la historia de un músico que es tentado por los espíritus protaginistas de las historias que él canta. Espíritus que parecen querer ser testigos eternos de su propia muerte, como si la representación de esta, acompañada por la música y el canto de un muchacho ciego, pudiesen hacer resurgir en ellos, de cierta forma, la vida misma.

Y es que la representación es un concepto clave en esta tercera historia, llevada a cabo con una magnífica escenografía, con un ambiente teatral que surge desde lo pictórico hasta lo que podríamos entender que ve este mismo muchacho ciego al cantar aquellas historias.

Kobayashi nos muestra así, por medio de la voz y el laúd del muchacho -un biwa para ser más exactos-, historias que tienen que ver con batallas y gestas heroicas, nacidas desde un mundo histórico real, pero que hacen surgir un mundo mítico lejano a una representación realista, un mundo que es además el vínculo perfecto entre el mundo de los espíritus y el mundo real de quienes rodean a este muchacho e intentan, luego de enterarse de lo ocurrido, portegerlo de dichos espíritus.

Esta historia hace nacer así una mezcla perfecta entre las antiguas epopeyas y el espíritu trágico que rodea siempre la ausencia de un mundo perdido; el recuento eterno de esta pérdida que es además la forma de sobrevivir que tienen cada uno de los seres que ya dejaron esta vida.

Y la forma en que se da origen a este mundo... en que éste se pone de manifiesto en el film, -si bien puede tener ciertos lazos con alguna de las historias de Kurosawa en Los sueños, o con el final de Madadayo-, me parece única, el testimonio más hermoso que puede tenerse de la unión de un músico ciego y la forma en que éste da origen a un relato que permanece eterno... un músico que además debe hacerse texto sagrado para evitar a los mismos espíritus... un nuevo Homero creando epopeyas magníficas y tristes, y un drector que sabe poner de manifiesto de forma perfecta ese mismo mundo y lo lleva hasta nuestros ojos.

Una pieza magnífica que es, en cierto sentido, el final verdadero de este film.

Y es que en la última historia, Kobayashi propone una especie de conclusión para estas historias de fantasmas.

Es cierto, lo hace a partir de una historia, pero se trata de una historia que habla justamente de las obras fantásticas inacabadas, -bastante abundantes en el Japón-, y permite salir del interior de los textos hacia el mundo real a partir de uan propuesta que busca explicar el porqué de esta ausencia de finales.

A partir de esta idea, Kobayashi parece mostrarnos que los espíritus que poblaron las historias narradas, pueden también irrumpir en el propio creador de ellas...

La historia en sí trata de un samurai a quien se le aparece una imagen de otro en una taza de té. Tras varias veces que le sucede lo mismo el samurai termina por tragarse el líquido que contenía aquella siendo acosado por esta.

Pero la historia va más allá de estos hechos. Y es que luego, se nos muestra al autor de aquella historia, y la película parece plantearnos algunas preguntas concretas que me parecen claves para llegar a lo que realmente nos propone este film: ¿Qué ocurre con el escritor que se traga un alma? ¿A dónde viaja esa perturbación, esa inquietud de las almas que las hace vagar errantes entre dos mundos?

Esto, por cierto, que no es en ningún sentido una interrogante sencilla, es lo que siento, hace llegar a este film adonde la mayoría de los films de fantasmas no alcanzan a llegar: a lo trágico que se esconde en cada una de estas presencias, a la necesidad que permanece viva y que busca posicionarse siempre en algún otro.

Kobayashi, de esta forma, sabe entregarle ese espíritu inquieto al propio espectador, invitándolo, en cierto sentido, a comprender su propio espíritu trágico, aquel que convive con él como si cada uno cargase también el embrión de su misma muerte. Un ser que sin embargo está vivo y que tiene al mismo tiempo una carga sublime sobre su espalda.

Y esa belleza sublime, y esa tragedia sublime, -que es en definitiva lo que carga ese ser-, conviven en este film hasta el punto mismo en que se debe dejar libre a este espíritu. Y es que esta obra vuelca este ser hacia al espectador precisamente en su última imagen: una taza de té vacía volcada hacia el propio espectador... un alma que se ha liberado y que no sabe ya en que sitio se encuentra... una existencia triste, bella y cercana como nosotros mismos. Hecha a medida de cada uno de nosotros. Como si se nos invitase a beber de nuestro propio espíritu.

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