lunes, 2 de marzo de 2020

Y luego el fin.


I.
Allá por los años cincuenta cayó un paracaidista sobre la casa de uno de mis abuelos. Mi padre dice que él estaba ahí cuando escucharon el golpe en el techo y salieron a ver qué sucedía. Fue entonces que, en medio de telas y cuerdas que colgaban desde el techo, vieron al hombre ponerse de pie y saludar con la mano. Segundos después, observaron cómo el hombre se tropezaba y caía desde el techo, golpeándose fuertemente la cabeza contra el suelo.


II.
El hombre estuvo inconsciente, luego de la caída, durante varios días. Mi padre y sus hermanos le armaron una cama y lo tuvieron ahí, acostado, sin contarle a nadie lo sucedido. Por otro lado, el vecino más cercano vivía a casi dos kilómetros y al parecer nadie se había percatado del paracaidista. En el pueblo, por cierto, tampoco se comentaba nada del asunto.


III.
Si bien el paracaídas y la ropa que vestía el hombre parecían tener un origen militar, estas no coincidían con las ropas de nuestro ejército. De hecho, no tenían ningún signo o símbolo que pudiera relacionarse con algún ejército en particular. Según mi padre, podría haber sido europeo, ya que tenía rasgos foráneos. Gran altura, cabello rojizo y una piel más blanca que la mayoría de los hombres que había visto hasta aquel entonces.


IV.
Cuando el hombre despertó no podía hablar. Se mostraba tranquilo, pero se señalaba la garganta y aparentemente estaba sorprendido de no poder articular sonido. No parecía comprender lo que le decían los demás, pero agradecía con gestos todo lo que le ofrecían. La herida en su cabeza parecía estar mejorando y se mostraba tranquilo. Ni siquiera pareció molestarse cuando notó las cadenas con que mi abuelo había amarrado uno de sus pies, para que no escapara.


V.
Mi padre fue el encargado de mostrarle cómo funcionaba todo en la casa. Además, había sido él mismo quien debió atenderlo, mientras estuvo inconsciente. Le mostró las gallinas, la vaca y los pocos cerdos que tenían en el lugar. El paracaidista, por su parte, se mostraba asombrado con todo lo que veía. Nunca notaron nada violento en su conducta ni lo vieron comportarse incorrectamente ante la esposa de mi abuelo -no la llamo abuela pues no era ella la madre de mi padre-, por lo que le quitaron las cadenas durante el día, y solo se las ponían por la noche, amablemente, para poder dormir en paz.


VI.
El paracaidista trabajó en casa de mi abuelo durante varios meses antes de desaparecer. Ayudó a plantar y cultivar papas, en un terreno a un costado de la casa. Ordeñaba la vaca, por las mañanas y ayudó a cortar tanta leña que tuvieron que pedirle que se detuviera, pues ya no había lugar para guardarla. Fue entonces que, en mitad de la época de lluvias, habría huido del lugar, sin que nadie notara, previamente, sus intenciones.


VII.
Mi padre encontró la cadena todavía con el candado puesto. Mi abuelo lo gritó por haberlo amarrado mal, pero mi padre dice que el grillete estaba intacto y no parecía haber sido forzado. Ese mismo día, luego de almorzar, salieron a buscar al hombre. Mi abuelo con una escopeta y mi padre con un pequeño rifle. Hicieron lo mismo durante varios días, sin encontrarlo nunca más.


VIII.
Como mi padre habla poco se demoró años en contarme esta historia. Nunca lo oí reflexionar sobre ella ni cuestionarse sobre lo que realmente había pasado con aquel hombre. Yo tampoco lo hago, por cierto. Me la contó simplemente, así como la cuento hoy. Tal vez, incluso, con menos palabras. Por mi parte, no le hice preguntas pues me pareció que no había nada más que agregar. Que su significado, si lo tenía, estaba dado en las mismas acciones y eso era todo. La historia de un hombre desde que aparece hasta que desaparece, y luego el fin. Todavía pienso de esa forma.

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