miércoles, 11 de marzo de 2020

Vino a verme dos veces.


Vino a verme dos veces.

Primero, se negó a decir su nombre.

Luego, se presentó como un pequeño fenicio.

Me dijo que años atrás, un viejo, le había hablado durante toda una tarde y lo había llamado de esa forma.

No recordaba, sin embargo, nada que el viejo hubiese dicho.

Salvo aquello del pequeño fenicio, por supuesto.

Luego de aquello, había buscado información.

Y le gustó lo que encontró sobre los fenicios.

El sistema de comercio.

La forma de las embarcaciones.

Costumbres religiosas, incluso.

Y claro… se sintió orgulloso de cómo lo habían llamado.

Incluso, pasó a sentirse parte, de cierta forma, de algo similar a un pueblo secreto…

Un pequeño sobreviviente, digamos, de una cultura perdida…

Así me lo hizo saber, por lo menos, la primera vez que vino a verme.

Y yo intenté entender, sin cuestionar, aquello que decía.


La segunda vez que vino, en cambio, se mostró muy diferente.

Me contó que ya no estaba seguro de origen, aunque agregó que no era algo de importancia.

Lo noté tranquilo, pero muy extraño.

Se negó a recibir cualquier cosa y me pidió permiso para comer un higo, mientras hablamos.

No sé bien por qué, pero me asustaron un poco sus palabras.

Comprendí que se iba, y que ya no volveríamos a hablar.

No quise indagar en sus razones.

Lo que menos pensé fue verlo mezclado en esto que ahora me cuentan.

Para mí siempre fue alguien simple:

Un pequeño fenicio y luego alguien que comía higos.

Ahora comienzo, por supuesto, a asimilar sus palabras.

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