domingo, 15 de abril de 2018

Ella sabía el nombre de cada uno de mis huesos.


Ella sabía el nombre
de cada uno
de mis huesos.

Igual que Dios, según dicen,
llama por su nombre
a cada estrella,
ella sabía el nombre
de cada uno
de mis huesos.

Yo no le creía,
pero un día los nombró.

Uno a uno, los nombró.

Y eso era más, sin duda,
que conocer mi alma.

Yo cerraba los ojos
y ella los nombraba.

Con voz suave,
como si hubiesen sido nuestros hijos
ella los nombraba.

A veces tocaba mi piel,
al mismo tiempo,
para indicarme qué hueso,
bajo ella,
era el que su voz llamaba.

Esos huesos me sostienen,
pensaba yo.

Y ella conoce el nombre
de cada una de las partes
de aquello que me sostiene.

Varias noches, en ese entonces,
le pedí que repitiese
aquellos nombres.

No quería aprenderlos,
solo quería oír,
con su voz,
aquellos nombres.

Tal vez no me crean,
pero juro que en ese entonces
me bastaba y sobraba
simplemente con aquello.

Y es que ella,
si soy sincero,
nunca dijo que me amaba,
pero por otro lado
conocía el nombre
de cada uno de mis huesos.

Tibia, radio y peroné,
falanges y metacarpianos,
húmero clavícula y esternón…
cada uno de los nombres
ella se sabía.


Y eso es más, claramente,
de lo que yo llegaré algún día
a saber de ella.

Ella sabía el nombre
de cada uno
de mis huesos.

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