viernes, 7 de diciembre de 2012

Cuadernos de caligrafía.



Nada es más triste que un cuaderno de caligrafía.

Bueno… quizá sí: un montón de cuadernos de caligrafía.

Lo sé porque hoy encontré unos, mientras revisaba libros en desuso.

Cerca de doscientos cuadernos de caligrafía, llenos hasta los bordes, en unas cajas.

Se trataba de la bodega de un colegio, por cierto, que intentaba catalogar.

Y claro... entonces los cuadernos de caligrafía, como les decía, en cajas de cartón.

Así, imaginé por un momento una fosa común.

Luego imaginé algo así como una fotografía:

Doscientos niños frente a sus cuadernos de caligrafía.

Todos sentados, concentrados, uniformados…

¿Saben cuánto se demora un niño en llenar un cuaderno de caligrafía…?

¿Cuánto tiempo en borrar los errores, o las veces que se pasó de la línea…?

Pues el caso es que ahí estaban los doscientos cuadernos, apilados, como devueltos por un mar que también los había desestimado…

Un mar que devolvía también otras cosas, es cierto…

Pero la diferencia es que esos cuadernos devueltos simplemente iban quedándose ahí… como un símbolo cuyo significado parecía también ser un peso… algo que debíamos cargar, sobre nosotros, luego de comprenderlo…

Algo tengo que hacer, me dije entonces.

Así, resultó que ordené los cuadernos.

Los catalogué por año.

Leí una a una las páginas con letras sueltas… con palabras… con pequeñas frases…

Luego volví a guardarlos.

Cerré las cajas.

Recordé.

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