Nada es más triste que un cuaderno de caligrafía.
Bueno… quizá sí: un montón de cuadernos de
caligrafía.
Lo sé porque hoy encontré unos, mientras revisaba
libros en desuso.
Cerca de doscientos cuadernos de caligrafía, llenos
hasta los bordes, en unas cajas.
Se trataba de la bodega de un colegio, por cierto,
que intentaba catalogar.
Y claro... entonces los cuadernos de caligrafía,
como les decía, en cajas de cartón.
Así, imaginé por un momento una fosa común.
Luego imaginé algo así como una fotografía:
Doscientos niños frente a sus cuadernos de
caligrafía.
Todos sentados, concentrados, uniformados…
¿Saben cuánto se demora un niño en llenar un
cuaderno de caligrafía…?
¿Cuánto tiempo en borrar los errores, o las veces
que se pasó de la línea…?
Pues el caso es que ahí estaban los doscientos
cuadernos, apilados, como devueltos por un mar que también los había
desestimado…
Un mar que devolvía también otras cosas, es cierto…
Pero la diferencia es que esos cuadernos devueltos
simplemente iban quedándose ahí… como un símbolo cuyo significado parecía
también ser un peso… algo que debíamos cargar, sobre nosotros, luego de
comprenderlo…
Algo tengo
que hacer, me dije entonces.
Así, resultó que ordené los cuadernos.
Los catalogué por año.
Leí una a una las páginas con letras sueltas… con
palabras… con pequeñas frases…
Luego volví a guardarlos.
Cerré las cajas.
Recordé.
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