Me gusta leer sobre casos extraños. Casos médicos,
me refiero. De ahí mi predilección por los textos de Wingarden, o de Oliver
Sacks, aunque la historia del niño que no sabía contar salía mencionada en una
entrevista a Werner Herzog.
Creo que en dicha entrevista, el director alemán hablaba del niño en relación al paso del tiempo –al registro del paso del tiempo, más
bien-, aunque lo cierto es que el caso excedía con creces ese tema y se instalaba casi
como un símbolo… Uno de esos que creemos comprender, pero cuyo significado no logramos
establecer nunca, finalmente, de forma clara.
Y es que el niño que no sabía contar, según Herzog,
no era siquiera capaz de asociar los vasos que debía llevar para una mesa en
que comían dos personas… ni era capaz de repartir un par de dulces entre un par
de amigos… es decir, el niño que no sabía contar era también incapaz de
comprender cuántas veces debía hacer
algo… y supongo que, proyectando lo anterior, no habrá tenido noción, tampoco, de cuántos era el mismo,
realmente.
Así, Herzog planteaba que el problema del niño se
desarrollaba en múltiples dimensiones: una vinculada a la memoria –o a la falta
de una memoria concreta, más bien-, otra a la percepción del mundo –incapacidad
de distinguir diferencias en el todo-, y otra a la estructuración y uso del
lenguaje -lo que lo llevaba aparentemente a comprender los mensajes de los
otros, pero lo alejaba de la utilización de un lenguaje que no fuese estático y descriptivo-.
Más allá de esas especificaciones, sin embargo, lo
que he tratado de hacer desde que recordé esta historia, es intentar comprender de qué forma sentía
este niño el paso de la realidad… es decir, he estado intentando hacerme una
idea de cómo sería no percibir este mundo como algo cuantificable… Lamentablemente, solo se me
ocurre compararlo a la presencia de un cuadro cuyos colores se deshacen, a
medida que lo “tocas”.
Quizá en otro momento hubiese hablado de pureza… o de un hecho maravilloso similar a un sueño… pero lo cierto es que esa incapacidad de establecer
un orden –y desde ahí comprender la significación de un mundo aún no
representado-, me asusta sobremanera.
Y es que algo me dice que eso que veía aquel
niño, es finalmente la verdadera cara del mundo… la voluntad pura que no alcanzamos a
comprender porque para hacerlo debemos olvidar incluso quienes somos, como
individuos.
Es decir, corremos el riesgo -sí el niño tiene verdad en su percepción-, de diluirnos en el todo, y caer desde nosotros mismos, como desde un barranco.
Y claro... quizá sea por esto que Herzog concluye la historia del niño contándonos que este murió ahogado en en un estanque, cercano al lugar donde vivía.
Yo, en tanto -y a pesar de buscar de diversas formas-, nada más sé sobre esa historia.
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