Todos decían que ella vivía con un gato.
Pero claro, ella lo negaba.
Compraba comida a escondidas
en la tienda de mascotas
y cuando la telefoneabas
podía a veces escucharse un maullido
o hasta un ronroneo…
pero ella no dejaba de negarlo.
Debo admitir, sin embargo,
que nunca entendí bien
por qué mentía.
Y es que quizá,
pensaba,
ella tenía miedo de verse a sí misma
como una de esas viejas solteronas,
de las películas de antaño...
Lo cierto
-lo único comprobablemente cierto,
a fin de cuentas-,
es que fue pasando el tiempo
y de un momento a otro ella dejó incluso
de presentarse en el trabajo.
Así,
sucedió que una tarde me pidieron
ir hasta su casa
para consultar por lo ocurrido.
Yo fui.
Golpee la puerta,
pero nadie vino a abrirla.
Llamé por teléfono,
pero nadie contestó las llamadas.
Por un momento, incluso,
pensé que estaba muerta,
o que al menos había ocurrido
algún tipo de desgracia.
Así,
tras intentar nuevamente,
llamé a la policía.
Ellos llegaron.
Rompieron la puerta.
Registraron el lugar.
Por último,
la encontraron a ella
tendida junto al gato.
Ella aún estaba viva.
“Ese no es mi gato”
me dijo,
apuntando al animal.
Luego, no volvió a decir
ninguna otra palabra.
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