.
I.
No sé si soy indeciso.
Es decir,
hay veces que creo que sí,
y otras en que podría negarlo
rotundamente.
Sin embargo,
la mayoría de las veces
pienso que al asunto es muy distinto
y lejano
al tema ese de la indecisión.
Es algo que me sucede
de forma tan común
como pestañear,
aunque es,
ciertamente,
algo mucho más incómodo.
Pienso por ejemplo
en el estar detenido
frente a una taquilla de boletos de bus,
con la incertidumbre de no saber
realmente hacia dónde ir,
y mirar los nombres de aquellos lugares
como si se descompusieran
en signos infinitos
y desconocidos,
créanme que es algo que sobrepasa
en gran medida
aquello que entendemos
por incomodidad.
Y es que esta situación
me ocurre en todo sitio,
y de las formas más absurdas posibles:
al despertar,
al querer salir a trotar y devolverse a casa
porque no decidí qué dirección tomar,
al ver venir el metro,
o con una pelota de fútbol
justo frente al arco.
Y claro,
uno puede ceder el penal a otro,
o dejar que otros escojan la comida,
o hasta que a uno lo bauticen
en el lugar sagrado
que hayan decidido como correcto
algunos otros…
Pero hay ocasiones
en que uno debiese tomar el mando,
o saber decir al menos que haré hoy,
porque a fin de cuentas
elegir cada día
si seguir viviendo o no,
o si ir a trabajar o no,
o hacia qué lado hacerse la partidura en el pelo,
termina por agotar,
ciertamente,
a cualquiera.
II.
Me acabo de acordar
de un libro de Baricco,
a propósito de esto.
En él, un pianista,
que nació y ha vivido siempre
al interior del mismo barco,
-sin siquiera haber puesto un pie,
en tierra firme-,
se ve tentado un día abajar del barco.
Y claro,
él va entonces con su sombrero azul...
y pone su pie en un escalón
y luego en otro…
pero entonces se detiene.
Y no se detiene por lo que vio,
sino por lo que no vio,
como él mismo lo explica:
Y es que en esa ciudad
que estaba abajo,
había de todo excepto algo:
Había de todo
excepto un final.
III.
Imagínense un piano,
dice el pianista,
las teclas empiezan,
las teclas acaban.
Tú sabes cuántas hay,
nadie puede engañarte.
No son infinitas.
Tú eres infinito,
y con esas teclas,
es infinita también la música
que puedes tocar…
Y es fácil vivir con eso.
Pero si yo me subo a una escalerilla
y frente a mí se extiende un teclado
con millones de teclas,
millones y trillones…
resulta que ese teclado es infinito…
y si ese teclado es infinito
no hay una música que puedas tocar,
pues descubres de golpe que te has sentado
en el taburete equivocado:
.
ése es el piano
en el que toca Dios.
IV.
Pero yo,
claro está,
no soy un pianista
en medio del océano.
Ni tengo a veces el talento
ni la claridad necesaria,
para ver concretamente
cuáles son las teclas concretas
de mi piano.
Es decir,
no sé, sinceramente,
qué me corresponde ser,
o qué me corresponde amar,
o qué de todo esto
me corresponde decir
o intentar decir
a ustedes.
Quizá por eso,
me complico a veces,
y se me olvida que he aprendido
anteriormente
muchas cosas de importancia.
Lo bueno,
sin embargo,
-porque esto sin duda es bueno,
si uno lo adereza
con la sensación adecuada-,
es que teniendo la humildad suficiente
para reconocerse tecla,
y la responsabilidad y la pasión suficiente
para hacer música con las teclas que están
a nuestro alcance,
podemos lograr a pasos pequeños,
pero firmes,
acercarnos al final correcto
de esta historia.
V.
Así que claro…
ahí está mi indecisión,
y mis posibilidades,
como una variedad de ingredientes
y sabores
que debo mezclar
o simplemente disponer,
ante la mesa
en que nos sentamos todos.
Usted está invitado,
por cierto,
de la misma forma que yo
-y disculpen mi patudez-,
hoy también tengo ganas
de aceptar invitaciones.
.
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Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminarPreciosa la metáfora del piano... Y dejame decirte que no hay nada mejor que ser indeciso... al menos para mi lo es... siento como que me sorprendo constantemente
ResponderEliminar