I.
Me compré una brújula en un pueblo que se llamaba Tupulhué, o algo parecido.
No se trataba de que quisiese usarla, por supuesto, ni que la necesitase, pero el caso es que todo parecía tan muerto en aquel lugar, tan enterrado, que ver moverse aquella aguja servía casi para comprobar que aquel lugar estaba en algún sitio.
El pueblo no tenía más de 40 casas, aunque casi todas se veían vacías. También había un teléfono público descompuesto, un generador de luz que estaba malo y esa especie de negocio donde compré la brújula y una botella de aguardiente que fue lo que me entregaron cuando pedí agua mineral y me miraron como si fuera maricón.
-¿No querís que te preste baño también, ahueonao? –me preguntó un tipo.
Yo lo miré con ganas de obtener la cicatriz que ando buscando desde hace años, pero al final decidí hacerme el fuerte abriendo la botella y tomando un sorbo largo. Luego salí del lugar, y me tiré al suelo. Dos perros viejos me vinieron a ladrar hasta que se aburrieron y se fueron a echar a un costado.
Pasado un buen rato, ya casi sin luz, vino otro tipo a hablarme.
-¿Vos soy del grupo de los hueones? –me preguntó.
Yo me acordé de mis amigos en Santiago, y pensé en asentir, pero luego pensé que era imposible que él los conociera, así que debía estar hablando de otros.
-No. –Le dije al final-. Yo ando solo.
El tipo se paró al lado y luego llamó a otro, por un gesto. Mientras, yo calculaba cómo debía dar el golpe con la botella y la forma más efectiva de cubrirme, por si las cosas me iban mal.
-¿Tenís más plata pa comprar copete? –me preguntó el otro.
-No. –Le contesté, y era verdad-. Vengo sin ni uno, desde Temuco. Me habían dicho que había un río por acá, y como un prado grande.
Los tipos entonces se rieron un poco y se sentaron al lado. Les convidé aguardiente y ellos me ofrecieron cigarros, que acepté, aunque no fumo.
-Acá no hay ni una hueá –me dijo uno-. No hay ni agua después del terremoto.
-¿Y la gente? –le pregunté.
-No hay nadie, hueón… nadie. Hace como un mes se fueron los últimos porque unos hueones les construyeron unas casitas de mierda pa que se fueran… y los hueones se fueron.
-¿Y ustedes?
-Nosotros no somos hueones. A los otros le hicieron firmar unos papeles y les cambiaron los terrenos de acá por esas piezas de madera… -dijo uno.
-Los pusieron en unos terrenos más chicos que la cresta y más encima tienen que pagar a plazos –me dijo el otro-. Nosotros pensamos que a vos te habían mandado esos hueones.
Yo les dije que no. Luego llegó otro tipo y contó más o menos la misma historia. Después prendimos una fogata. Yo cooperé con los dos paquetes de tallarines que me quedaban, y el tipo del negocio trajo algunas latas. El agua la sacamos de unos tarros azules que tenían olor a podrido, pero la hervimos.
-¿Y te viniste a pata desde Temuco?
-Sí –les dije-. Quería conocer por acá.
-El hueón juraba que había un río y pasto y la hueá que había antes… -contaba otro, burlándose-. Imagínense, caminar como dos días pa llegar a esta hueá…
-No caminé dos días –me defendí-. Fueron como diez horas no más.
Entonces los tipos se rieron, pero yo no. Así que al final les contagié mi seriedad.
-¿O sea que vos te demoray diez horas y nosotros dos días? –me dijo uno.
Yo guardaba silencio. Y me sentía como en un western, justo antes de la parte en que me sacaban la cresta.
-Lo que pasa es que este hueón se cree mejor que nosotros –dijo otro, como dictando una sentencia.
Y justo entonces, cuando pensé que se me venían encima y que iba a obtener por fin mi cicatriz, resultó que un hombre que había estado en silencio comenzó a llorar, luego de lo cual los otros les tiraron unas piedras sin mucha energía, y después se fueron, como despreciándolo, en medio de la oscuridad.
Así que al final me quedé yo, la fogata, y aquel tipo.
II.
La noche estaba oscura y el tipo no paraba de llorar. Yo de vez en cuando echaba unas tablas al fuego y miraba para ver si se había calmado, pero el tipo seguía llorando, y hasta se agitaba, como con hipo.
Y claro… la situación era tan rara, ahí, entre los cerros, en una especie de pueblo abandonado, con una mochila a mal traer y un tipo llorando como en medio de un velorio, que al final me decidí a ver la brújula, y a fijarme hacia donde marca la aguja como si eso, además, pudiese marcar una salida.
En eso estaba cuando siento que se acerca el tipo sorbiéndose los mocos y me avisa, entre sollozos, que vamos a tener que pelear.
-¿Qué cosa…? –le digo.
-Que vamos a tener que pelear –me repite-. Si no te saco la cresta los otros me la van a sacar a mí…
Así, mientras el hombre aquel argumentaba entre sollozos, me iba fijando yo en que se trataba de alguien que era muy poco probable que me hiciera la cicatriz… es decir, soy penca y casi nunca he peleado, pero el tipo ese era algo más chico que yo, se veía más borracho… y además no paraba aún de llorar… por lo que no parecía en realidad un gran peligro…
Al final, el asunto fue tan patético y terrible, que me avergüenza recordarlo. Pero el caso es que dejé que el tipo me pegara unos cuantos golpes, aunque luego, casi movido por la lástima, tuve que pegarle también un poco, tratando, eso sí, de no hacerle daño…
-¡Pelea bien, hueón…! –me gritaba-, ¿o acaso te creís mejor que yo…?
Yo lo miraba y debo reconocer que sentía entonces algo extraño y molesto… una especie de náusea, quizá, pero surgida de un asco que me avergonzaba… un asco que quizá sí surgía a partir de eso que decía el tipo… en que me sentía mejor que él… aunque yo no quisiese sentirlo, por supuesto…
-¡Tú soy igual que ellos! –me decía, lloriqueando-. ¡Ellos vienen en grupos, de la capital y hay que darles comida y las gracias porque levantan unas casitas de mierda…! ¡Todo porque se creen buenos… y mejores que uno…! ¡Pero ellos no podrían vivir en esas casitas… ninguno…! ¡Porque ellos son mejores… porque…!
Me desesperé y le lancé un golpe tan fuerte que aún no puedo mover bien los dedos de esa mano. El tipo cayó al suelo, cerca de la fogata, y yo lo arrastré hacia un lugar más seguro.
Luego busqué mi mochila y me largué en medio de una oscuridad que nunca había sentido. Caminé sin parar y a todo lo que daba, como esos trotadores mexicanos que siempre ganan, en las olimpiadas.
También encontré un río, mientras caminaba, poco después que amaneció.
III.
Llegué a Temuco cerca del mediodía. Tengo un tobillo hecho mierda porque me torcí varias veces mientras caminaba, durante la noche. Tan hinchado que ni siquiera puedo sacarme la zapatilla.
No tengo una cicatriz en el rostro, como quería, pero siento en cambio como si ese tipo se hubiese quedado llorando, dentro mío, o alegándome a gritos que yo me creía superior a él.
Por último, la brújula la boté en un basurero que había en el terminal y acabo de prometerme nunca volver a comprar otra.
Y es que tengo la certeza de que nada puede ayudarnos a saber realmente donde estamos, ni mucho menos quienes somos…
El bus de regreso parte en media hora. Y tengo asco.
.
Me compré una brújula en un pueblo que se llamaba Tupulhué, o algo parecido.
No se trataba de que quisiese usarla, por supuesto, ni que la necesitase, pero el caso es que todo parecía tan muerto en aquel lugar, tan enterrado, que ver moverse aquella aguja servía casi para comprobar que aquel lugar estaba en algún sitio.
El pueblo no tenía más de 40 casas, aunque casi todas se veían vacías. También había un teléfono público descompuesto, un generador de luz que estaba malo y esa especie de negocio donde compré la brújula y una botella de aguardiente que fue lo que me entregaron cuando pedí agua mineral y me miraron como si fuera maricón.
-¿No querís que te preste baño también, ahueonao? –me preguntó un tipo.
Yo lo miré con ganas de obtener la cicatriz que ando buscando desde hace años, pero al final decidí hacerme el fuerte abriendo la botella y tomando un sorbo largo. Luego salí del lugar, y me tiré al suelo. Dos perros viejos me vinieron a ladrar hasta que se aburrieron y se fueron a echar a un costado.
Pasado un buen rato, ya casi sin luz, vino otro tipo a hablarme.
-¿Vos soy del grupo de los hueones? –me preguntó.
Yo me acordé de mis amigos en Santiago, y pensé en asentir, pero luego pensé que era imposible que él los conociera, así que debía estar hablando de otros.
-No. –Le dije al final-. Yo ando solo.
El tipo se paró al lado y luego llamó a otro, por un gesto. Mientras, yo calculaba cómo debía dar el golpe con la botella y la forma más efectiva de cubrirme, por si las cosas me iban mal.
-¿Tenís más plata pa comprar copete? –me preguntó el otro.
-No. –Le contesté, y era verdad-. Vengo sin ni uno, desde Temuco. Me habían dicho que había un río por acá, y como un prado grande.
Los tipos entonces se rieron un poco y se sentaron al lado. Les convidé aguardiente y ellos me ofrecieron cigarros, que acepté, aunque no fumo.
-Acá no hay ni una hueá –me dijo uno-. No hay ni agua después del terremoto.
-¿Y la gente? –le pregunté.
-No hay nadie, hueón… nadie. Hace como un mes se fueron los últimos porque unos hueones les construyeron unas casitas de mierda pa que se fueran… y los hueones se fueron.
-¿Y ustedes?
-Nosotros no somos hueones. A los otros le hicieron firmar unos papeles y les cambiaron los terrenos de acá por esas piezas de madera… -dijo uno.
-Los pusieron en unos terrenos más chicos que la cresta y más encima tienen que pagar a plazos –me dijo el otro-. Nosotros pensamos que a vos te habían mandado esos hueones.
Yo les dije que no. Luego llegó otro tipo y contó más o menos la misma historia. Después prendimos una fogata. Yo cooperé con los dos paquetes de tallarines que me quedaban, y el tipo del negocio trajo algunas latas. El agua la sacamos de unos tarros azules que tenían olor a podrido, pero la hervimos.
-¿Y te viniste a pata desde Temuco?
-Sí –les dije-. Quería conocer por acá.
-El hueón juraba que había un río y pasto y la hueá que había antes… -contaba otro, burlándose-. Imagínense, caminar como dos días pa llegar a esta hueá…
-No caminé dos días –me defendí-. Fueron como diez horas no más.
Entonces los tipos se rieron, pero yo no. Así que al final les contagié mi seriedad.
-¿O sea que vos te demoray diez horas y nosotros dos días? –me dijo uno.
Yo guardaba silencio. Y me sentía como en un western, justo antes de la parte en que me sacaban la cresta.
-Lo que pasa es que este hueón se cree mejor que nosotros –dijo otro, como dictando una sentencia.
Y justo entonces, cuando pensé que se me venían encima y que iba a obtener por fin mi cicatriz, resultó que un hombre que había estado en silencio comenzó a llorar, luego de lo cual los otros les tiraron unas piedras sin mucha energía, y después se fueron, como despreciándolo, en medio de la oscuridad.
Así que al final me quedé yo, la fogata, y aquel tipo.
II.
La noche estaba oscura y el tipo no paraba de llorar. Yo de vez en cuando echaba unas tablas al fuego y miraba para ver si se había calmado, pero el tipo seguía llorando, y hasta se agitaba, como con hipo.
Y claro… la situación era tan rara, ahí, entre los cerros, en una especie de pueblo abandonado, con una mochila a mal traer y un tipo llorando como en medio de un velorio, que al final me decidí a ver la brújula, y a fijarme hacia donde marca la aguja como si eso, además, pudiese marcar una salida.
En eso estaba cuando siento que se acerca el tipo sorbiéndose los mocos y me avisa, entre sollozos, que vamos a tener que pelear.
-¿Qué cosa…? –le digo.
-Que vamos a tener que pelear –me repite-. Si no te saco la cresta los otros me la van a sacar a mí…
Así, mientras el hombre aquel argumentaba entre sollozos, me iba fijando yo en que se trataba de alguien que era muy poco probable que me hiciera la cicatriz… es decir, soy penca y casi nunca he peleado, pero el tipo ese era algo más chico que yo, se veía más borracho… y además no paraba aún de llorar… por lo que no parecía en realidad un gran peligro…
Al final, el asunto fue tan patético y terrible, que me avergüenza recordarlo. Pero el caso es que dejé que el tipo me pegara unos cuantos golpes, aunque luego, casi movido por la lástima, tuve que pegarle también un poco, tratando, eso sí, de no hacerle daño…
-¡Pelea bien, hueón…! –me gritaba-, ¿o acaso te creís mejor que yo…?
Yo lo miraba y debo reconocer que sentía entonces algo extraño y molesto… una especie de náusea, quizá, pero surgida de un asco que me avergonzaba… un asco que quizá sí surgía a partir de eso que decía el tipo… en que me sentía mejor que él… aunque yo no quisiese sentirlo, por supuesto…
-¡Tú soy igual que ellos! –me decía, lloriqueando-. ¡Ellos vienen en grupos, de la capital y hay que darles comida y las gracias porque levantan unas casitas de mierda…! ¡Todo porque se creen buenos… y mejores que uno…! ¡Pero ellos no podrían vivir en esas casitas… ninguno…! ¡Porque ellos son mejores… porque…!
Me desesperé y le lancé un golpe tan fuerte que aún no puedo mover bien los dedos de esa mano. El tipo cayó al suelo, cerca de la fogata, y yo lo arrastré hacia un lugar más seguro.
Luego busqué mi mochila y me largué en medio de una oscuridad que nunca había sentido. Caminé sin parar y a todo lo que daba, como esos trotadores mexicanos que siempre ganan, en las olimpiadas.
También encontré un río, mientras caminaba, poco después que amaneció.
III.
Llegué a Temuco cerca del mediodía. Tengo un tobillo hecho mierda porque me torcí varias veces mientras caminaba, durante la noche. Tan hinchado que ni siquiera puedo sacarme la zapatilla.
No tengo una cicatriz en el rostro, como quería, pero siento en cambio como si ese tipo se hubiese quedado llorando, dentro mío, o alegándome a gritos que yo me creía superior a él.
Por último, la brújula la boté en un basurero que había en el terminal y acabo de prometerme nunca volver a comprar otra.
Y es que tengo la certeza de que nada puede ayudarnos a saber realmente donde estamos, ni mucho menos quienes somos…
El bus de regreso parte en media hora. Y tengo asco.
Increíble. Ojalá el bus se haya demorado menos de 10 horas. Saludos.
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