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Además de Francia, otro de los países donde es posible encontrar un número casi excesivo de buenos directores es el Japón.
Es así como a grandes nombres ya considerados clásicos, como Kurozawa, Ozu, Teshigahara, Mizoguchi, Inagaki o Shindo –por nombrar algunos-, podemos agregarle otros que están aún en plena producción, como Koreeda, KItano, Miike, o hasta pasarnos al lado del animé y seguir hablando de obras de una calidad notable, aunque no siempre valorada y/o conocida en el mundo occidental.
Y no se trata sólo de nombres, por supuesto, sino de sensibilidades, de estilos y de formas de significar que fueron transformándose a la par que el mundo japonés, reinventado varias veces, a lo largo del siglo XX.
Intentar hablar de esto a la rápida es, sin embargo, algo que fácilmente podría calificarse como una falta de respeto, por lo que prefiero ir rápidamente a algunas películas que he visto estas últimas semanas y comentarlas brevemente antes de que vayan reuniéndose otras y ya sea imposible recurrir a la memoria, y el entusiasmo del descubrimiento se haya también desgastado y vuelto borroso, al menos.
Cerdos y buques de guerra, de Shoei Imamura (1961).
Es extraña la biografía fílmica de Imamura. Es decir, pasar de ser ayudante de Ozu a trabajar en una productora de películas porno -porno suave y técnicamente bien realizado, pero porno al fin-, es sin duda un cambio abismal. Sin embargo, justo en medio de ese abismo, y contando con el vértigo de esa caída, Imamura supo adquirir una forma propia de hacer cine y hasta logró cumbres increíbles con películas que fácilmente pueden considerarse hoy entre las mejores películas japonesas de todos los tiempos.
A esta categoría corresponden, según mi apreciación, Lluvia negra y La balada de Narayama, por ejemplo, aunque tanto La Anguila –que volví a ver hace unos días- y Cerdos y buques de guerra están a un paso pequeño, de alcanzarlas.
En esta última película, Imamura logra mezclar al mundo yakuza con la miseria de las ciudades japonesas ocupadas por las tropas yanquis, a partir de la historia de un joven que quiere surgir desde un trabajo en un criadero de cerdos, a partir del acceso que este mismo trabajo establece con los negocios turbios del mundo de la mafia.
Así, desde una historia pequeña, y acompañándose de unas secuencias diseñadas de forma maravillosa, Imamura logra incluir en esta película escenas que difícilmente logran olvidarse, incluyendo un final impresionante que permite acercar este film a la categoría de obra maestra.
Asimismo, como es casi característico en su cine –o al menos es un punto común en las películas que he visto de este director-, la obra contiene cierto germen de rabia, de injusticia, y hasta de corrupción, que se sitúa justo al interior del problema que supuso para el Japón verse ocupado por tropas que corrompieron de manera inconmensurable tanto su cultura, como el espíritu desde donde ésta última brota, y fluye.
Una gran obra, en resumen, de un director que alcanza una sensibilidad distinta en cada uno de sus films, y que constituye, asimismo, uno de aquellos autores cuyas grandes obras hay que ver cueste lo cueste, -al menos si nos interesa comprender la voluntad que late con fuerza al interior de cada hombre que ha perdido de golpe el mundo en el que vivía, y creía-.
Story of Sorrow and Sadness, de Seijun Suzuki (1977).
Dan ganas de reírse de Tarantino cuando podemos comparar con el original la estética buscada en algunas de sus películas, principalmente en Kill Bill. Y es que a este respecto, Suzuki es claramente insuperable.
Poseedor de un estilo absurdo y atrayente, Suzuki supo hacer de su cine de yakuzas obras que pueden trascender al cine de este género a partir de una serie de elementos que resultan, sin embargo, inclasificables.
Así, con una mínima coherencia narrativa, sus obras logran construir una cohesión dada a partir de breves diálogos, secuencias y sobre todo una construcción de la imagen que muy pocas veces pueden verse en el mundo occidental –se me viene a la memoria Danger Diabolic, de Bava, pero nada más-.
En el caso de esta película, Suzuki aborda la figura de una modelo que es preparada para alcanzar notoriedad pretendiendo que triunfe como golfista. Sin embargo, a través de este proceso, hay cierta imagen de corrupción del medio en que está inserta así como del acoso y presión a la que es sometida por parte, principalmente, de una de sus supuestas admiradoras.
Una película que elabora entonces un discurso extrañamente violento a partir de escenas donde destaca la utilización del color y sobresale la belleza de Kyoko Enami, aportando una serie de sensaciones que contribuyen a hacer de esta película una gran obra, fiel reflejo del estilo que Suzuki supo impregnarle a su cine, a pesar de las dificultades que ese mismo estilo le supondría en tanto a la aceptación comprensión) del público y de las productoras que constantemente dudaban sobre la naturaleza de su trabajo.
Sin embargo, es justamente con esta película –rodada 10 años después de ser despedido tras el fracaso de otra de sus obras-, que Suzuki reafirma asumiendo un gran riesgo, todo aquello en lo que cree como realizador y que puede resumirse en la actitud del protagonista de El vagabundo de Tokio, silbando en una escena la canción central de la película, otra de sus grandes obras, dicho sea de paso.
Duelo silencioso, de Akira Kurosawa (1949)
Según mi opinión, no es de las mejores obras de Kurosawa. Pero claro, sigue siendo un Kurosawa así como un Ferrrari sigue siendo un Ferrari, aunque lo conduzcan a poca velocidad, en una carretera interurbana.
Y es que quizá si Kurosawa no hubiese filmado Barbarroja, podría valorar más esta película, pero como en aquella el director japonés logró decir todo lo que podía decirse sobre la profundidad del espíritu humano desde la figura de un médico, esta me resulta un tanto menos atractiva, y más limitada.
La historia en sí trata de un médico que contrae la sífilis a partir de un accidente en una operación, y que ve cuestionada su figura casi de santo a partir del padecimiento de dicha enfermedad, debiendo renunciar a su novia y sufriendo otra serie de desventuras a las que no me referiré para no caer en el spoiler.
La obra, por lo demás, cuenta con una notable actuación de Toshiro Mifune así como de buenos momentos alcanzados en el film, desarrollado a partir de una novela que es adaptada por Kurosawa, permitiendo que la obra mantenga clara su dirección y su lenguaje sea unificado y sólido, aunque hoy en día pueda a ratos parecernos algo ingenuo.
Una buena obra, en resumen, de las primeras de Kurosawa y que valen no sólo por ser de él, sino por constituir en sí misma una buena producción… lo malo –por decirlo de alguna forma-, es que Kurosawa luego dirigiría Barbarroja, una historia donde este mensaje está contenido y es superado con creces, en una obra monumental.
Hausu, de Nobuhiko Obayashi (1977).
Me alejo aquí de las grandes obras indiscutibles japonesas, para ir a ese lado bizarro y experimental que supo tener también el cine japonés a través de directores menos difundidos.
Aquí, en una película considerada de culto, por algunos, la historia de siete chicas que llegan a una mansión que tiene algo así como vida propia, sirve para dar paso a un experimento cinematográfico libre donde elementos humorísticos y de terror se funden junto a la utilización de recursos arriesgados que cuesta entender en qué dirección se dirigen.
No hay que buscar grandes lecturas ni interpretaciones ni profundidad, por supuesto, pero la película es casi un paradigma de las oportunidades que el cine puede ofrecer para realizar algo tan simple y fantástico, como es contar una historia aparentemente inverosímil utilizando los recursos que se tienen a disposición.
En definitiva, un extraño cruce entre Blancanieves, alguna película de cine B, y elementos de humor y terror tomados como excusa para mostrarnos que el cine puede ser también un juego, y hasta entretener con una historia inverosímil pero bien narrada, que sin mayores pretensiones logra sin embargo ser interesante y hasta nos hace dudar si catalogarla o no, como una buena película.
La calle de la vergüenza, de Kenji Mizoguchi (1956).
Sin mucho adorno nos presenta Mizoguchi esta película que aborda el mundo de la prostitución en el Japón posterior a la segunda guerra.
Sorprende el debate abierto sobre la necesidad y legitimidad del rubro que es abordada por Mizoguchi de una forma natural, pintando una serie de variados retratos de mujeres con distintas historias y razones que las han llevado a ejercer dicha ocupación.
Así, a través de un correcto blanco y negro y de buenas actuaciones, el drama del director japonés se desarrolla sin caer en el exagerado dramatismo, y pintando un retrato de época donde la visión de política de Mizoguchi queda también manifiesta.
La construcción del guión, por otro lado, es inteligente, y enfoca de buena forma el “todo” de la prostitución como un tema central, sin desviarse demasiado por las historias particulares, planteando un desarrollo coherente y que desemboca en un buen final llevado a cabo con maestría.
Por último, es destacable la forma en que Mizoguchi, tanto acá como en sus otras películas, se acerca a los personajes femeninos, con una comprensión y un afecto que queda bien establecido en muchos de sus films.
Otra gran obra, en definitiva, de las pocas que lograron salvarse de la tremenda producción que realizó este director, uno de los más grandes, por cierto, del cine tradicional japonés.
El hombre del carrito, de Hiroshi Inagaki (1958).
Hermosa y bien construida película de otro gran director del cine japonés, de quien admiro principalmente su saga Samurai.
En esta ocasión, la película se edifica sólidamente bajo la tremenda actuación de Mifune, quien personifica a un conductor de carro (de esos de dos ruedas, a tracción humana) quien desde su naturaleza salvaje, intenta entender que es el amor, el ser padre, y el general, el brindarse por los otros y saberse vivo.
Una película profundamente emotiva, pero que sabe matizar el dramatismo de algunas situaciones con ciertas dosis de humor o cambios de perspectiva, que a ratos llegan a descolocar incluso, por lo variado de sus temáticas, que convergen sin embargo en una película que nos muestra que todo aquello que aborda no deja de ser, a fin de cuentas, expresión de un mismo anhelo, y de la posibilidad de un alma noble, al tratar de mantenerse pura.
Inmensa película, en resumen. Y tremenda actuación y manifestación del estado salvaje, que es a la vez la forma más pura de demostrar el ritmo real de los sentimientos humanos, y de las voluntades que nos llevan hacia los otros.
Había un padre, de Yasujiro Ozu (1942).
A veces uno descubre cosas por las cuales llorar, o reír. No importa si es a través de una película o al observar a alguien en tu espacio diario.
Con las películas de Ozu suele pasarme algo similar, pero a la vez algo que acerca lo que ocurre en tu entorno con aquello que -aún perteneciendo a otro mundo y a otro contexto-, está también a tu lado. Y te rodea.
Y es entonces cuando más allá de las ganas de reír, o de llorar, una película puede recordarte aquellas cosas por las cuáles vale la pena vivir, e incluso te recuerda que están al lado tuyo: ofrecidas.
Eso es lo que agradezco de esta película de Ozu. Su capacidad de entrega. Su enseñanza suave y sincera, sin alardes, como para producir justamente el verdadero aprendizaje.
En la historia, un profesor y padre de un pequeño hijo, decide retirarse de la educación tras sentirse culpable de la muerte de un alumno. Con ello, y ante la ausencia de la madre, parece abrirse, sin embargo, la posibilidad de una cercanía mayor con el hijo, con quien los une un profundo afecto y algo así como una manifiesta necesidad de uno por el otro.
A pesar de esta posibilidad, el ex profesor parece postergar una y otra vez aquella felicidad, distanciándose de su hijo por distintas necesidades laborales o por aquello que hasta el día de hoy entendemos como darle mayores posibilidades a quienes amamos.
En este sentido, la película nos sumerge en esa historia de felicidad aplazada, y nos revela que la verdadera necesidad no es necesariamente la de una vida bien establecida, o sólida en sus aspecto moral y económico, sino que es aquella que busca saciar la sed que tenemos por la compañía de quienes amamos, y de amar y ser amados por ellos, cuando aún es tiempo.
Una película hermosa, que triza y reacomoda, como si te diese un abrazo fuerte y hasta un remezón, si así se requiere.
La película de alguien que parece amar a sus espectadores y brindarles un mensaje necesario. El secreto de la felicidad escondida en las cosas sencillas.
Todo un regalo, ¿no creen?
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Es así como a grandes nombres ya considerados clásicos, como Kurozawa, Ozu, Teshigahara, Mizoguchi, Inagaki o Shindo –por nombrar algunos-, podemos agregarle otros que están aún en plena producción, como Koreeda, KItano, Miike, o hasta pasarnos al lado del animé y seguir hablando de obras de una calidad notable, aunque no siempre valorada y/o conocida en el mundo occidental.
Y no se trata sólo de nombres, por supuesto, sino de sensibilidades, de estilos y de formas de significar que fueron transformándose a la par que el mundo japonés, reinventado varias veces, a lo largo del siglo XX.
Intentar hablar de esto a la rápida es, sin embargo, algo que fácilmente podría calificarse como una falta de respeto, por lo que prefiero ir rápidamente a algunas películas que he visto estas últimas semanas y comentarlas brevemente antes de que vayan reuniéndose otras y ya sea imposible recurrir a la memoria, y el entusiasmo del descubrimiento se haya también desgastado y vuelto borroso, al menos.
Cerdos y buques de guerra, de Shoei Imamura (1961).
Es extraña la biografía fílmica de Imamura. Es decir, pasar de ser ayudante de Ozu a trabajar en una productora de películas porno -porno suave y técnicamente bien realizado, pero porno al fin-, es sin duda un cambio abismal. Sin embargo, justo en medio de ese abismo, y contando con el vértigo de esa caída, Imamura supo adquirir una forma propia de hacer cine y hasta logró cumbres increíbles con películas que fácilmente pueden considerarse hoy entre las mejores películas japonesas de todos los tiempos.
A esta categoría corresponden, según mi apreciación, Lluvia negra y La balada de Narayama, por ejemplo, aunque tanto La Anguila –que volví a ver hace unos días- y Cerdos y buques de guerra están a un paso pequeño, de alcanzarlas.
En esta última película, Imamura logra mezclar al mundo yakuza con la miseria de las ciudades japonesas ocupadas por las tropas yanquis, a partir de la historia de un joven que quiere surgir desde un trabajo en un criadero de cerdos, a partir del acceso que este mismo trabajo establece con los negocios turbios del mundo de la mafia.
Así, desde una historia pequeña, y acompañándose de unas secuencias diseñadas de forma maravillosa, Imamura logra incluir en esta película escenas que difícilmente logran olvidarse, incluyendo un final impresionante que permite acercar este film a la categoría de obra maestra.
Asimismo, como es casi característico en su cine –o al menos es un punto común en las películas que he visto de este director-, la obra contiene cierto germen de rabia, de injusticia, y hasta de corrupción, que se sitúa justo al interior del problema que supuso para el Japón verse ocupado por tropas que corrompieron de manera inconmensurable tanto su cultura, como el espíritu desde donde ésta última brota, y fluye.
Una gran obra, en resumen, de un director que alcanza una sensibilidad distinta en cada uno de sus films, y que constituye, asimismo, uno de aquellos autores cuyas grandes obras hay que ver cueste lo cueste, -al menos si nos interesa comprender la voluntad que late con fuerza al interior de cada hombre que ha perdido de golpe el mundo en el que vivía, y creía-.
Story of Sorrow and Sadness, de Seijun Suzuki (1977).
Dan ganas de reírse de Tarantino cuando podemos comparar con el original la estética buscada en algunas de sus películas, principalmente en Kill Bill. Y es que a este respecto, Suzuki es claramente insuperable.
Poseedor de un estilo absurdo y atrayente, Suzuki supo hacer de su cine de yakuzas obras que pueden trascender al cine de este género a partir de una serie de elementos que resultan, sin embargo, inclasificables.
Así, con una mínima coherencia narrativa, sus obras logran construir una cohesión dada a partir de breves diálogos, secuencias y sobre todo una construcción de la imagen que muy pocas veces pueden verse en el mundo occidental –se me viene a la memoria Danger Diabolic, de Bava, pero nada más-.
En el caso de esta película, Suzuki aborda la figura de una modelo que es preparada para alcanzar notoriedad pretendiendo que triunfe como golfista. Sin embargo, a través de este proceso, hay cierta imagen de corrupción del medio en que está inserta así como del acoso y presión a la que es sometida por parte, principalmente, de una de sus supuestas admiradoras.
Una película que elabora entonces un discurso extrañamente violento a partir de escenas donde destaca la utilización del color y sobresale la belleza de Kyoko Enami, aportando una serie de sensaciones que contribuyen a hacer de esta película una gran obra, fiel reflejo del estilo que Suzuki supo impregnarle a su cine, a pesar de las dificultades que ese mismo estilo le supondría en tanto a la aceptación comprensión) del público y de las productoras que constantemente dudaban sobre la naturaleza de su trabajo.
Sin embargo, es justamente con esta película –rodada 10 años después de ser despedido tras el fracaso de otra de sus obras-, que Suzuki reafirma asumiendo un gran riesgo, todo aquello en lo que cree como realizador y que puede resumirse en la actitud del protagonista de El vagabundo de Tokio, silbando en una escena la canción central de la película, otra de sus grandes obras, dicho sea de paso.
Duelo silencioso, de Akira Kurosawa (1949)
Según mi opinión, no es de las mejores obras de Kurosawa. Pero claro, sigue siendo un Kurosawa así como un Ferrrari sigue siendo un Ferrari, aunque lo conduzcan a poca velocidad, en una carretera interurbana.
Y es que quizá si Kurosawa no hubiese filmado Barbarroja, podría valorar más esta película, pero como en aquella el director japonés logró decir todo lo que podía decirse sobre la profundidad del espíritu humano desde la figura de un médico, esta me resulta un tanto menos atractiva, y más limitada.
La historia en sí trata de un médico que contrae la sífilis a partir de un accidente en una operación, y que ve cuestionada su figura casi de santo a partir del padecimiento de dicha enfermedad, debiendo renunciar a su novia y sufriendo otra serie de desventuras a las que no me referiré para no caer en el spoiler.
La obra, por lo demás, cuenta con una notable actuación de Toshiro Mifune así como de buenos momentos alcanzados en el film, desarrollado a partir de una novela que es adaptada por Kurosawa, permitiendo que la obra mantenga clara su dirección y su lenguaje sea unificado y sólido, aunque hoy en día pueda a ratos parecernos algo ingenuo.
Una buena obra, en resumen, de las primeras de Kurosawa y que valen no sólo por ser de él, sino por constituir en sí misma una buena producción… lo malo –por decirlo de alguna forma-, es que Kurosawa luego dirigiría Barbarroja, una historia donde este mensaje está contenido y es superado con creces, en una obra monumental.
Hausu, de Nobuhiko Obayashi (1977).
Me alejo aquí de las grandes obras indiscutibles japonesas, para ir a ese lado bizarro y experimental que supo tener también el cine japonés a través de directores menos difundidos.
Aquí, en una película considerada de culto, por algunos, la historia de siete chicas que llegan a una mansión que tiene algo así como vida propia, sirve para dar paso a un experimento cinematográfico libre donde elementos humorísticos y de terror se funden junto a la utilización de recursos arriesgados que cuesta entender en qué dirección se dirigen.
No hay que buscar grandes lecturas ni interpretaciones ni profundidad, por supuesto, pero la película es casi un paradigma de las oportunidades que el cine puede ofrecer para realizar algo tan simple y fantástico, como es contar una historia aparentemente inverosímil utilizando los recursos que se tienen a disposición.
En definitiva, un extraño cruce entre Blancanieves, alguna película de cine B, y elementos de humor y terror tomados como excusa para mostrarnos que el cine puede ser también un juego, y hasta entretener con una historia inverosímil pero bien narrada, que sin mayores pretensiones logra sin embargo ser interesante y hasta nos hace dudar si catalogarla o no, como una buena película.
La calle de la vergüenza, de Kenji Mizoguchi (1956).
Sin mucho adorno nos presenta Mizoguchi esta película que aborda el mundo de la prostitución en el Japón posterior a la segunda guerra.
Sorprende el debate abierto sobre la necesidad y legitimidad del rubro que es abordada por Mizoguchi de una forma natural, pintando una serie de variados retratos de mujeres con distintas historias y razones que las han llevado a ejercer dicha ocupación.
Así, a través de un correcto blanco y negro y de buenas actuaciones, el drama del director japonés se desarrolla sin caer en el exagerado dramatismo, y pintando un retrato de época donde la visión de política de Mizoguchi queda también manifiesta.
La construcción del guión, por otro lado, es inteligente, y enfoca de buena forma el “todo” de la prostitución como un tema central, sin desviarse demasiado por las historias particulares, planteando un desarrollo coherente y que desemboca en un buen final llevado a cabo con maestría.
Por último, es destacable la forma en que Mizoguchi, tanto acá como en sus otras películas, se acerca a los personajes femeninos, con una comprensión y un afecto que queda bien establecido en muchos de sus films.
Otra gran obra, en definitiva, de las pocas que lograron salvarse de la tremenda producción que realizó este director, uno de los más grandes, por cierto, del cine tradicional japonés.
El hombre del carrito, de Hiroshi Inagaki (1958).
Hermosa y bien construida película de otro gran director del cine japonés, de quien admiro principalmente su saga Samurai.
En esta ocasión, la película se edifica sólidamente bajo la tremenda actuación de Mifune, quien personifica a un conductor de carro (de esos de dos ruedas, a tracción humana) quien desde su naturaleza salvaje, intenta entender que es el amor, el ser padre, y el general, el brindarse por los otros y saberse vivo.
Una película profundamente emotiva, pero que sabe matizar el dramatismo de algunas situaciones con ciertas dosis de humor o cambios de perspectiva, que a ratos llegan a descolocar incluso, por lo variado de sus temáticas, que convergen sin embargo en una película que nos muestra que todo aquello que aborda no deja de ser, a fin de cuentas, expresión de un mismo anhelo, y de la posibilidad de un alma noble, al tratar de mantenerse pura.
Inmensa película, en resumen. Y tremenda actuación y manifestación del estado salvaje, que es a la vez la forma más pura de demostrar el ritmo real de los sentimientos humanos, y de las voluntades que nos llevan hacia los otros.
Había un padre, de Yasujiro Ozu (1942).
A veces uno descubre cosas por las cuales llorar, o reír. No importa si es a través de una película o al observar a alguien en tu espacio diario.
Con las películas de Ozu suele pasarme algo similar, pero a la vez algo que acerca lo que ocurre en tu entorno con aquello que -aún perteneciendo a otro mundo y a otro contexto-, está también a tu lado. Y te rodea.
Y es entonces cuando más allá de las ganas de reír, o de llorar, una película puede recordarte aquellas cosas por las cuáles vale la pena vivir, e incluso te recuerda que están al lado tuyo: ofrecidas.
Eso es lo que agradezco de esta película de Ozu. Su capacidad de entrega. Su enseñanza suave y sincera, sin alardes, como para producir justamente el verdadero aprendizaje.
En la historia, un profesor y padre de un pequeño hijo, decide retirarse de la educación tras sentirse culpable de la muerte de un alumno. Con ello, y ante la ausencia de la madre, parece abrirse, sin embargo, la posibilidad de una cercanía mayor con el hijo, con quien los une un profundo afecto y algo así como una manifiesta necesidad de uno por el otro.
A pesar de esta posibilidad, el ex profesor parece postergar una y otra vez aquella felicidad, distanciándose de su hijo por distintas necesidades laborales o por aquello que hasta el día de hoy entendemos como darle mayores posibilidades a quienes amamos.
En este sentido, la película nos sumerge en esa historia de felicidad aplazada, y nos revela que la verdadera necesidad no es necesariamente la de una vida bien establecida, o sólida en sus aspecto moral y económico, sino que es aquella que busca saciar la sed que tenemos por la compañía de quienes amamos, y de amar y ser amados por ellos, cuando aún es tiempo.
Una película hermosa, que triza y reacomoda, como si te diese un abrazo fuerte y hasta un remezón, si así se requiere.
La película de alguien que parece amar a sus espectadores y brindarles un mensaje necesario. El secreto de la felicidad escondida en las cosas sencillas.
Todo un regalo, ¿no creen?
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