domingo, 21 de noviembre de 2010

Vian, el verdadero Bielsa chileno. (Tercera parte)


VI.

Para poder seguir en pie con aquel asunto intenté poner mi mente en blanco, negar mis sensaciones y calcular simplemente el tiempo que quedaba para que oscureciese y el día nos anunciara que el campeonato había acabado, fuese cual fuese el resultado.

Mario, afortunadamente, había vuelto a su conducta habitual y había situado a los otros equipos en las gradas desde donde nos miraban fijamente esperando el otro partido.

Yo, mientras, intentaba explicarles a Los Rascacocos –les pido disculpas a los lectores pudorosos, pero me limito a recrear lo ocurrido-, que iba a ser difícil que pudiesen jugar al mismo tiempo que apretaban sus testículos, pero ellos seguían entretenidos en aquel asunto y sus gritos apenas dejaban silencios para que pudiesen ser oídas mis indicaciones.

Por último intenté convencer a uno de ellos para que fuese arquero, y le intenté explicar que no podría jugar bien a menos que dejara sus manos libres.

-¡Yo atajo igual! ¡Ahhgggg! –gritaba. Mientras parecía apretárselos más fuerte.

Luego, los otros parecieron también poner mayor fuerza en su tarea y gritaban como si se tratara de un rito samoano antes de dar inicio a un partido.

No me fue mucho mejor con Los supositorios. El tipo de los audífonos conectados a la manzana –René, recuerdo ahora que se llamaba-, bailaba a un costado y hacía caso omiso de mis palabras. Los otros, mientras, si bien me escuchaban, se negaban a ponerse las zapatillas, mientras el interno de los palillos chinos parecía masajearlos clavando los palillos en las plantas de sus pies, o pasándolos entre sus dedos.

Justo entonces, cuando ya me daba por vencido y hasta había aceptado que jugaran descalzos, cada uno de ellos fue por sus zapatillas y, luego de orinar copiosamente en ellas, se las calzaron como si nada, y entraron a la cancha.
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VII.

El partido no fue tan terrible como esperaba. De hecho, salvo por el desmayo de uno de los Rascacocos, -aparentemente porque se apretó muy fuerte-, el partido no tuvo lesionados y hasta podría decirse que se desarrolló con normalidad.

El que hacía de árbitro, incluso, estaba un poco más despierto y al menos acertó a dar cuenta de los goles que eran celebrados en las gradas por los otros internos, que parecían eufóricos.

La nota alta, sin embargo, volvió a darla Mario, quien, en su papel de relator, parecía abandonar toda lógica y alteraba los ánimos de todos a partir de los altoparlantes:

“¡Inmenso partido! ¡Oceánico! Sí, señores, ¿o… ce… a… ni… co! ¡Ensaladas sin sal para todos! ¡Agua bendita! ¡Qué partido…! ¡No habrá intercambio de camisetas sino intercambio de almas…! ¡Qué partido… si hasta merecen ganar los dos equipos…! ¡Sí… eso! ¡Se acabó, ganaron los dos por la puta madre loca! ¡Ganaron los dooos…!”

Yo lo miraba un poco asustado y disimulando lo más que podía. Pensaba que, de querer, los locos podían tomarse fácilmente el lugar y destruirlo, sin que nadie pudiese hacer nada.

Para peor, el árbitro le hizo caso a Mario y declaró que los dos equipos habían ganado.

-Pero si iban ganando Los Supositorios –alegaba yo, queriendo evitar más confusiones.

-Sí, pero los otros también –me dijo el árbitro, y tocó el pito tan fuerte que debí correrme del lugar su decisión.

Mientras, en la cancha, los dos equipos se abrazaban y se sacaban los pantalones mientras corrían por la cancha.

Fue entonces, en medio de aquel descalabro, cuando el enano y capitán de El mundo no tiene luz propia se acercó y sostuvo conmigo la siguiente conversación.

VIII.

-Lo triste de todo esto –decía el enano con voz sensata- es todo.

-Ya –le decía yo, pues no sabía que más agregar.

-Lo único importante es saber distinguir entre lo triste y lo verdaderamente triste –continuaba, mientras tomaba la pizarra que me habían pasado y dibujaba un hombre pequeño rodeado de otros hombres grandes, y, en torno a ellos, de algo que quizá representaba una tormenta.

-¿Usted cree en Dios? –me preguntó entonces.

Yo demoré en contestarle así que él me miro y tomó sus propias conclusiones.

-Sí cree –me dijo- lamentablemente. Se le notan ambas cosas. Yo en cambio tengo razones para creer de otra forma, digamos más agradecida, -continuó, con un tono que parecía casi el de un psiquiatra que me estuviese diagnosticando-. Y es que yo fui hecho con las proporciones correctas, el porte justo para ser temeroso de Dios y no creer en el porte de los hombres, que se creen más cerca del cielo…

Mientras hablaba, el enano me mostraba el dibujo, y yo no dejaba de repetirme que el tipo ese estaba loco, y que no debía tomarlo demasiado en serio.

-Yo en cambio –seguía el enano-, soy tan pequeño que puedo meterme por el ombligo de Dios y ver lo que hay adentro… por eso estoy aquí… -aquí se interrumpió porque Mario obligaba a algunos internos a ponerse los pantalones y gritaba demasiado alto-.

-¿Cómo? –le dije yo, incapaz de no seguir sus palabras- ¿Por qué estás aquí?

-Porque el ombligo de Dios conduce aquí. El cordón umbilical por el que alimenta al mundo es éste… y está obstruido. Y por eso todo es triste –Concluyó. Y se fue.

Yo me quedé con la pizarra en las manos mirando al enano y a Mario ayudar a calmar a los otros internos y esperé a que estuviesen las condiciones adecuadas para continuar.

Después de todo, yo había ido ahí a colaborar en un campeonato de baby fútbol, y eso era lo que iba a hacer.

Mario entonces me dio una señal y me indicó que estaba todo en condiciones, y el árbitro tocó el silbato muy cerca de mis oídos, apurándome para que fuese a preparar el siguiente partido.

Además, ya comenzaba a oscurecerse, y la cancha estaba lo suficientemente lejos de cualquier luz eléctrica, como para pensar que aquello pudiese seguir realizándose, mucho tiempo más.
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