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I.
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Es extraño el asunto ese de los nombres propios. Me refiero a la elección y a las razones por las cuales pasan a ser nuestros.
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Y es que nos colocan los nombres antes de conocernos. Se tienen algunas opciones, por supuesto, pero la elección final no suele hacerse a partir de la personalidad del recién nacido, o de sus características físicas, o por alguna de esas que podríamos llamar razones válidas.
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Deben haber excepciones, por supuesto, pero la norma dice lo contrario. Nombres de algún familiar, de algún personaje farandulero, de un amor antiguo... o simplemente el nombre que sonó mejor y combina además con el apellido, cosa que, por supuesto, no deja de tener importancia.
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Por otro lado, al ser profesor, y haber trabajado en colegios e institutos que recibían estudiantes de muy distintas clases sociales, uno puede también hacer otras listas. Algo así como una suerte de gráficos que terminen por demostrar qué nombres son más asiduos en unos u otros sectores y buscar características afines.
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Con los años, me ha tocado tener alumnos -o conocer gente en general-, con toda variedad de nombres. Únicos, indescifrables, chistosos, normales... da lo mismo la clasificiación o el cajón en el que nuestra memoria los ordene, lo extraño es que el nombre no sólo es un significante que adquiere el significado de su portador, sino que tiene en sí mismo un significado, desconocido a veces, pero que llega, en algún momento a intersectarse, con el significado de aquel que lo porta.
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II.
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No es lo mismo, por ejemplo, para dos mellizos, recibir el nombre de Caín o de Abel, como les sucedió a un par de chicos que me tocó conocer en un taller de teatro que debí realizar hace ya numerosos años.
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Dos niños totalmente distintos en personalidad y que entraron en conflicto justamente a partir de tener que escoger a uno para un papel de importancia y relegar al otro a uno casi intrascendente.
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¿Habrán sido conscientes de esa otra obra que también estábamos representando...?
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¿O qué pensará el empaquetador que vi el otro día y que se llamaba Jehová, o Hitler Donoso que estaba inscrito como defensa en un torneo de fútbol al que me invitaron hace unos días?
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O sea, no me refiero a si el nombre los marca o no, o si los determina, sino que apunto a una leve intersección, -como decía antes-, un cruce de diseños azarosos que hace que en un momento puntual coincidan los distintos significados contenidos tanto en su portador como en el nombre que éste porta... y aquello que creímos significante pase a ser significado y viceversa... y Saussure delire de alegría en su tumba o en el cuerpo del que ahora su nombre se apoderó y quién sabe dónde andará y que pensará del lenguaje en este momento.
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III.
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Escribo sobre esto porque hace unos días me hablaron de un caso donde se había escogido otra opción. El mantener sin nombre a una niña hasta que ella decidiese cómo llamarse.
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Puedo sonar absurdo o quizá crean que es una exageración. Pero me creerán estos días porque la amiga que me contó, que es periodista e hizo una nota sobre esto, publicará el artículo prontamente y podrán, entonces, comprobarlo.
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El problema de aquel caso, sin embargo, era acordar una edad concreta para entender que la chica ya estaba en condiciones de escoger un nombre por sí misma.
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¿Cinco años? ¿Diez? ¿Doce, como en el bautizo que promueven algunas religiones?
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La verdad es que la familia no lo tenía aún decidido. La chica ya tenía dos años y la llamaban solamente a partir de verbos , o adjetivos, o de alguna forma indeterminada.
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En el registro civil habían debido, eso sí, colocar un nombre, para lo cual eligieron seis consonantes seguidas que resultan ser del todo impronunciables y que no recuerdo de forma exacta en este momento.
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Por último, ya terminando de contarme el caso, la periodista me dice que la niña, -a la que conoció al momento de fotografiarla para el artículo-, se ve como cualquier otra. Ríe y juega como muchas de su edad, o se enoja porque no le prestan atención mientras hablan con los otros... nada en particular, como conclusión.
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IV.
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Dándole vueltas a esa historia, -y perdiendo el tiempo, nuevamente-, me pongo a pensar entoces en la necesidad real de un nombre.
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Es decir, si el nombre funciona sólo como herramienta para que los otros puedan distinguirme en el lenguaje, o si es un algo que realmente necesito y que terminaría por utilizar aunque viviese sólo en una isla.
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Y vislumbrarlo de esa forma me lleva entonces a otro ejemplo, más cercano, y más concreto. Me refiero a la necesidad de un nombre aquí, en el blog.
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Porque Vian es y no es mi nombre, por supuesto.
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O en otras palabras, lo es cuando logro darle un contenido, una esencia que soportar: un significado. Y deja de serlo cuando ese discurso no es capaz de contener algo dentro de esas cuatro letras y todo se escurre y pierde forma como el gordo aquel al que se le soltó la faja.
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Y es que de tanto usar un nombre supongo que esa palabra también se gasta. No a partir de las veces que me nombran, en todo caso, sino como un saco en el que cargase el significado de mí mismo.
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Y como uno no está siempre acostumbrado a llevarse puesto, ni a cargar consigo mismo o estar continuamente consciente de nuestro propio peso y de quienes somos... como uno no sabe hacer que eso funcione de muy buena forma, en definitiva, puede resultar a fin de cuentas que nuestro nombre se haya escrito en el agua, y se haya borrado de inmediato.
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¿Sabe usted qué ha pasado con el suyo?
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¿O cuál es su verdadero nombre, querido lector?
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