I.
Desde la montaña podían verse, a lo lejos, al menos
tres lugares en que hicieron shows de fuegos artificiales.
Pequeñas luces en la distancia y ruidos también
mínimos, que llegaban a destiempo.
La ciudad misma, incluso, se veía más iluminada que
otras noches y desde la altura podía apreciarse el movimiento incesante de
vehículos, en largas filas.
No había tenido sentido irse a la montaña, en
resumen, pues de cierta forma la ciudad me había seguido.
Además caía una ligera lluvia, que humedecía la
piel y las ropas.
II.
Entonces ocurrió que, a unos pocos metros, comenzó
a brotar de pronto una pequeña columna de fuego.
En la base de un árbol, más bien, que al parecer
estaba hueco.
Ni siquiera la llovizna pudo apagar aquel árbol que
comenzaba a arder en medio de la montaña.
Y yo me acerqué hasta a él, pues me pareció ver
algo vivo, moviéndose entre las raíces.
III.
Observé así a un bebé que estaba entre las llamas,
en la base del árbol.
No un símbolo, sino un bebé, simplemente, en medio
de las llamas.
No lloraba el bebé, pero estaba vivo y el fuego no
podía quemarlo.
Fue entonces que comprendí lo inútil de la ciudad y hasta de las montañas… y de todo lo que no fuese fuego, lluvia y
comprensión verdadera.
IV.
Sin duda no se trata de un nuevo comienzo, me dije.
Tampoco se trata de alejarse ni de construir día a día
una supuesta obra maestra.
Se trata más bien de observar a un bebé que está
vivo, en medio de las llamas.
Mirarlo y no salvarlo, pues nada se rescata
nunca, desde el fuego.
Y es que el corazón ha de arder, como ese bebé, si queremos
realmente comprender el mundo.
Comprender y amar, en definitiva, verdaderamente al mundo.
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