lunes, 12 de junio de 2017

Primero un pie, luego el otro.


Primero fue un pie, luego el otro.

Sin nada premeditado.

Solo había que sentir el río.

El movimiento digamos, la fuerza.

No el río en sí.

Ni siquiera el agua.

La corriente entonces ahí, como si quiera llevarte.

Te preguntas dónde y no sabes.

No eres piedra.

No tienes dirección propia.

Nunca has tenido la determinación de ir con esa certeza hacia sitio alguno.

¿Llevará esa fuerza hasta el sitio de los hombres?

¿Hasta el verdadero sitio de los hombres?

Y es que tú lo has visto, digamos.

Aquellos que se van por el río, me refiero.

Las cosas de los olvidados.

El cuerpo de los hombres.

Una vez incluso viste el cadáver del mundo arrastrado en esa dirección.

¿Ganas de descubrir aquel sitio?

¿Ganas de descubrir aquello o ganas de sumarte a lo muerto?

No sabemos, por supuesto.

No distinguimos.

Ambos pies en el río, simplemente.

Ambos pies y de pronto te abandonas dentro.

Tan deprisa te abandonas que no sabes cómo es quedar a solas con tu cuerpo.

No sabes donde dejar la vida para abandonarte a aquella fuerza.

Y es que nunca has dejado de cargarla, digamos.

Nunca pensaste en moverte, sin ella.

Vas así, sobre las aguas, al encuentro de los hombres.

Al estanque ese donde los cuerpos se estacionan.

Apenas caben más.

El estanque parece estar repleto.

Tus pies chocan entonces con el cadáver del mundo.

Si Dios estuvo alguna vez en un sitio, debiese también estar acá, flotando.

Tal vez si uno.

Tal vez si todos.

Tal vez si intentásemos mover los pies.

Pero claro... no sabemos para qué ni hacia dónde.

Primero un pie, luego el otro.

El ruido del río.

Eso es todo lo que sé.

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