Todo empezó por un error. Reemplazaba a un amigo en
la cabina de efectos de sonido para una obra teatral. Todo lo que había que
hacer estaba indicado hasta en el más mínimo detalle. No recuerdo bien de qué
obra se trataba, pero el asunto es que tenía un argumento triste. Fue entonces
que, justo en un momento en extremo dramático, apreté un interruptor que hizo
sonar risas. De esas risas fuertes, como de serie cómica antigua. Los actores
se detuvieron y no pudieron evitar mirar hasta donde me encontraba. Por suerte,
antes que la situación empeorara, el público se rio, espontáneamente. Los
actores se relajaron un poco y siguieron la escena. Incluso vino una que estaba
en ese momento fuera de escena y me dijo que insistiera con las risas, cada
cierto rato, total el ánimo del público ya estaba cambiado. Todo salió a la
perfección. La obra tomó un aire experimental y la recepción de los
espectadores fue increíble. Los actores entonces se rieron de mi error y hasta
incorporaron las risas a las futuras presentaciones. Y claro, a mí me gustó tanto
el experimento ese que, por un tiempo, llevé conmigo esas risas grabadas y las
hacía sonar cuando estaba en medio de una situación trágica. Debo reconocer,
sin embargo, que esas risas no fueron tan útiles fuera del escenario, y que,
prácticamente, solo trajeron malos ratos y provocaron un gran número de
situaciones incómodas. Quizá por lo mismo, el sonido de ese tipo de risas lo
asocio hoy a sensaciones trágicas y desagradables, nada más.
Con el día
del amor, por cierto, me sucede lo mismo.
Es decir, pongo las risas, pero no funcionan.
Todo empezó por un error.
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